EVA MILLET
Los padres quieren lo mejor para su prole, pero a veces
el instinto de protección es tan intenso que acarrea consecuencias
negativas. La nueva hiperpaternidad ve a los hijos como seres
intocables, que tienen más miedos que nunca
En el 2008 Álex, un profesor universitario de Barcelona, visitó Estados Unidos por motivos de trabajo. De aquel viaje no se le olvidará nunca esta escena, que tuvo lugar en una librería de Washington,
la capital. “Estaba con Núria, una colega, y caminábamos por un pasillo
entre las estanterías. Había un niño, de unos once años, ojeando un
libro, que nos bloqueaba el paso y Núria le tocó el hombro, levemente,
para apartarlo”. Fue un gesto casi automático, de hecho, el niño “apenas
se dio cuenta”, describe Álex: “Pero la madre… ¡Ella sí se dio
cuenta!”, recuerda. “Apareció de repente y se puso a gritarle a Núria
como una posesa, diciéndole que cómo se atrevía a tocar a su hijo y, que
si lo volvía a hacer, iba a llamar a la policía… Nos quedamos de
piedra”.
Una situación similar la vivió en Nueva York el escritor y periodista David Sedaris. La relata en su último libro, Let’s explore diabetes with owls (Little
Brown), e implica también tocar ligeramente por el hombro a un niño. En
este caso, un adolescente que había estado grafiteando un buzón de la
calle mientras sus padres hacían la compra en un supermercado. Cuenta
Sedaris que, ante aquel acto incívico, un vecino posó su mano sobre el
hombro del chico y empezó a llamarle la atención. Cuenta también Sedaris
como, al escuchar los gritos, emergieron del supermercado los padres de
la criatura, quienes corrieron junto a su retoño. No se inmutaron, sin
embargo, al oír lo que éste había estado haciendo mientras ellos
compraban. Se limitaron a encararse con el hombre (quien seguía posando
ligeramente la mano sobre el hombro del adolescente), y le espetaron,
indignados, lo siguiente:
–¿Quién le ha dado a usted derecho a tocar a nuestro hijo?
El hombre, un poco confundido, les explicó lo que su hijo había estado haciendo con un enorme rotulador, que yacía ahora a sus pies, pero los progenitores continuaron, indignados:
–No me importa lo que hacía mi hijo –le dijo la madre–. Usted no tiene derecho a tocar a mi hijo. ¿Quién se ha creído usted que es?
Y acto seguido, indicó a su marido que llamara a la policía, cosa que, cuenta Sedaris, el marido ya estaba haciendo.
El hombre, un poco confundido, les explicó lo que su hijo había estado haciendo con un enorme rotulador, que yacía ahora a sus pies, pero los progenitores continuaron, indignados:
–No me importa lo que hacía mi hijo –le dijo la madre–. Usted no tiene derecho a tocar a mi hijo. ¿Quién se ha creído usted que es?
Y acto seguido, indicó a su marido que llamara a la policía, cosa que, cuenta Sedaris, el marido ya estaba haciendo.
La hiperpaternidad es un modelo de crianza originado en Estados Unidos, basado en una incansable supervisión por parte de los padres sobre los hijos, que se ha importado con éxito a Europa. Y a las ya conocidas variedades de los padres helicóptero (que sobrevuelan sin tregua las vidas de sus retoños, pendientes de todos sus deseos y necesidades) y de los padres apisonadora
(quienes allanan sus caminos para que no se topen con dificultades) se
les ha añadido la de los padres guardaespaldas: progenitores
extremadamente susceptibles ante cualquier crítica sobre sus hijos o a
que se les toque.
Ignasi Schilt, profesor de
educación física, con casi treinta años trabajando con críos, ha vivido
en primera persona esta última versión de los hiperpadres.
El año pasado era el coordinador del equipo de monitores de una escuela
pública de Barcelona, un trabajo que dependía del ampa (la asociación
de madres y padres). Un empleo que ya no tiene desde que un mediodía
abroncara a un grupo de niños por su mal comportamiento. “Después de
comer hacíamos rotación de zonas de recreo: unas clases iban a la pista
de fútbol, otras al patio, otras al gimnasio…”, explica Ignasi. “Allí
había empezado a trabajar un monitor nuevo, así que fui a ver cómo iban
las cosas”. Al abrir la puerta, vio que las cosas no iban bien: niños y
niñas descontrolados, saltando como posesos, jugando a la pelota, los
zapatos tirados por todas partes… El griterío era ensordecedor e Ignasi
los mandó callar a todos de inmediato: “Les dije que pararan –recuerda– y
que no sabía si estaba entrando en el gimnasio de la escuela o en la
matanza del cerdo de mi pueblo”. Los niños callaron pero, dos días
después, el ampa recibió una carta de un grupo de padres y madres
indignados, denunciando que Ignasi había llamado “cerdos” y “animales” a
sus hijos. “Cuando me pasaron la carta, mi primera reacción fue no
creer lo que leía”, recuerda. “Después pensé que quizás no había
transmitido bien el mensaje a los niños y que ellos no lo habían
transmitido bien en casa, así que propuse una reunión con los padres,
para explicarme”.
La reunión, muy concurrida (“Ojalá en una
reunión informativa de la escuela o del ampa se presentaran tantas
familias”, apostilla Ignasi), no fue bien. “Aunque hubo algunos padres
conciliadores, ganaron los reivindicativos, quienes estaban convencidos
de que había llamado “cerdos” a sus hijos”. Ignasi ya no está en la
escuela después de esto: “El ampa recibió tanta presión que me tuve que ir. Fue un acoso y derribo”, concluye.
Del
asunto, saca varias conclusiones. La primera, que cada vez hay menos
límites por parte de los padres: “Nos creemos capaces de poder actuar
sobre todo, de criticarlo todo, de hablar sobre todo… Y es cierto que
siempre ha sido así pero, la diferencia es que ahora somos capaces de
actuar, hay más medios para hacerlo, y las redes sociales son uno de
ellos”. También ha detectado que la influencia de los progenitores es cada vez mayor en las escuelas, en especial, en aquellas con ampas potentes. “Los padres cada vez están más involucrados en los colegios,
lo que, aunque es bueno en muchas cosas, puede también provocar malas
dinámicas”, señala. Porque pese a su labor positiva, las ampas a veces
también pueden ser plataformas para que haya progenitores que hagan lo
que ellos quieran. “En una escuela en la que trabajé, el comedor lo
llevaba el ampa, y había una madre que se metió en la organización
simplemente para diseñar el menú para sus hijos, en base a lo que les
gustaba a ellos y lo que no”.
Samantha Biosca, tutora de ESO y bachillerato
en una escuela privada de Barcelona ya desaparecida, también se ha
encontrado con este tipo de padres guardaespaldas durante sus quince
años como docente. “En varias ocasiones me han dicho, tal cual, que ‘no
les iba bien’ que castigara a su hijo a quedarse un viernes por la tarde
a recuperar deberes, porque se iba de fin de semana, o que no aceptaban
que les hubiera confiscado el móvil en clase”. También recuerda como,
en unas convivencias, cuando quiso enviar a casa a un adolescente al que
pilló fumando porros, la respuesta del padre fue un contundente: “Ni se
te ocurra. Mi hijo se queda. He pagado las colonias”. Este tipo de
intervenciones, asegura, han ido aumentando en los últimos años. “Los
niños son cada vez más intocables: saben que pueden
hacer lo que les da la gana y que no les pasará nada, porque tienen
detrás a sus padres, quienes los protegen de lo que sea. Se ha ido
perdiendo el respeto por la figura del maestro: se nos ha ido
desautorizando. La culpa siempre la tienen los otros”, lamenta. Una
actitud que, comenta, no deja de ser sorprendente: “Porque los padres
hoy están muy desorientados y algunos no tienen, literalmente, el tiempo
de educar”. Y, aunque señala que muchos aún confían en el maestro, cada
vez son más los que lo cuestionan, incluso con gran virulencia: “Y yo,
como muchos otros docentes, estoy dispuesta a luchar para educar a los
niños, pero los padres nos han de dar el poder para ello. Si nos
desautorizan, si no vamos a la par… ¡Acabamos!”.
Para Samantha, quien se ha especializado en coaching para adolescentes,
esta crianza hiperprotectora deriva en “niños tiranos” que,
paradójicamente, lo tendrán difícil en la vida como adultos debido a la
excesiva supervisión paterna. Ignasi Schilt también
cree que el excesivo respaldo paterno es contraproducente porque, unido a
la ya habitual falta de límites, produce personas que creen que tienen
muchos derechos pero ningún deber, con el coste que ello implica para
la sociedad.
Encima, los niños sobreprotegidos
tampoco lo pasan bien durante la infancia. En parte porque tanta
protección, tantos parachoques, hacen que los miedos los inunden, ya que
no han tenido que enfrentarse a ellos. De ello da fe Cristina Gutiérrez Lestón, codirectora de La Granja Escola de Santa Maria de Palautordera: un centro de colonias a las faldas del Montseny especializado en educación emocional,
por el que pasan cada año más de diez mil alumnos. “En los treinta años
que llevo de profesión juro que nunca había visto tantos niños con
tantos miedos. Nunca”, remarca. “En los últimos cinco años ha sido
brutal. Hay miedos a todo y miedos fuertísimos, de parálisis: miedo a
sacarse la chaqueta, a decir no, a decidir, a la comida, a los animales…
También hay una acuciante falta de autonomía que veo que, como los
miedos, está causada por la sobreprotección”. Sobreprotecciones como
aquella niña a quien, descubrieron, su madre le daba el antitérmico
Dalsy cada vez que le lavaba el pelo (para que no se resfriara) o el
elevadísimo porcentaje de niños y niñas de segundo de primaria que
todavía usan pañal por la noche porque, para los padres, “todavía no
están preparados para sacárselo”.
Y los niños criados así, entre
tantos algodones y amortiguadores, continúa Cristina, tienen “muchos
miedos y muy exagerados: miedo a uno mismo, a no tener amigos, a perder,
a cosas que te sorprenden: ¡Hay niños que no vienen aquí por miedo a
que les pongamos para comer algo que no les guste!”. Son niños
evidentemente sin autonomía, algo que en un futuro pasa
factura: “Porque el miedo provoca que uno no pueda ser uno mismo y a
partir de esto empiezan otros problemas más serios: la falta de
identidad, la tolerancia cero a la frustración…”.
Cristina, que acaba de publicar un libro sobre educación, Entrena’l per a la vida (Plataforma), entiende el instinto de protección hacia los hijos. Es algo natural: la inseguridad, el miedo y las ansias de protegerlo son
sensaciones que existen entre la mayoría de los padres. Sin embargo,
esta pedagoga cree que es fundamental preguntarse quién va a educar al
hijo o la hija, los padres o los miedos de los padres: “El problema es
que no podemos esconderles las piedras en el camino porque las piedras
están ahí; el mundo está lleno de dificultades”. Por ello, insta a los
padres a que, “si hay piedras, se las enseñen”, y si el hijo o hija se
caen, “miren cómo se cae y le ayuden a levantarse, pero que no impidan a
toda costa que se caiga, porque en la vida hay que saber levantarse.
Los padres tienen que saber que sobreproteger es desproteger”,
concluye.
Sigue a la autora en twitter @EvaMilletEduca2
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