JUAN BOSCO MARTÍN ALGARRA
Convivo con cuatro fierecillas a las que trato domar con más o menos
acierto. Como todos los niños, a veces hacen el cafre y su madre y yo
les reprendemos. Ambos nos preguntamos con frecuencia cuál es el castigo
más eficaz. La experiencia me animó a leer sobre el tema y a anotar
algunas ideas con la intención de escribir un artículo como este. Ha
caído en mis manos un libro muy interesante
que me ha ayudado a confirmar unos criterios y a descubrir otros que
tienen pinta de infalibles (o casi). Los he resumido en ocho, que
comparto con todos los padres y educadores del mundo; serán bienvenidas
sus opiniones, sugerencias, críticas, etc.
1. No existen dos niños iguales. El castigo que ha
sido eficaz con el mayor no tiene por qué servir al pequeño. Los niños
deben conocer las reglas, pero la aplicación de éstas varías según las
características peculiares de cada niño. Un niño que puntualmente dice
una grosería no debe ser corregido del mismo modo que otro habitualmente grosero.
2. Para castigar, padres y maestros debemos tener la cabeza fría.
Si tras el castigo nos invade un sentimiento de culpabilidad, eso suele
significar que no hemos pensado bien antes de aplicar dicho castigo.
Por tanto, debemos armarnos de paciencia, especialmente cuando estamos
cansados, enfadados o agotados por otros motivos.
3. Consecuencia de lo anterior, los castigos físicos son completamente desaconsejables.
Sí, lo confieso: he recibido y propinado algún azote, pero ahora que
tengo la cabeza fría debo de transmitir lo que me han dicho las personas
con más experiencia y conocimiento que yo: no pegues a los niños. No
sirve. Es más: sus efectos a largo plazo pueden resultar
contraproducentes.
4. Inmediatez. No permitamos que pase mucho tiempo
entre la falta y el castigo, especialmente en el caso de niños más
pequeños, que olvidan rápido. Cuando el niño está castigado, debemos
asegurarnos de que el realmente recuerda por qué lo está.
5. Los castigos deben ser una herramienta excepcional, no una recurrente.
Demasiados castigos deben hacernos sospechar que el niño está llamando
la atención por algún problema oculto y por lo general más grave. En ese
caso, debemos corregir y, si es necesario, pedir ayuda externa
(maestros, tutores, psicólogos, etc)
6. Objetivo primordial: que el niño entienda las relaciones de causa-efecto entre la falta y el castigo.
Si un jovencito llega 45 minutos tarde a casa, tiene más sentido
impedirle ver la mitad de su partido de fúbol favorito que prohibírselo
todo entero. El castigo no solo trata de poner límites, sino de que el
niño entienda por qué existen esos límites. De esa manera, aprenderá a
evitar por si solo las conductas que le acarrerán consecuencias
negativas. También es bueno advertir antes de cometer la falta: si haces
esto, te ocurrirá lo otro.
7. Racionalidad. No debemos imponer castigos
excesivamente duros ni tan complicados de cumplir (o para nosotros de
supervisar) que al final no pueden llevarse a cabo. “No sales de casa
durante un mes”; “copia esta frase mil veces”… Ojo con los castigos
contraproducentes: a un niño tímido no debemos impedirle acudir a un
cumpleaños, donde puede relacionarse con más facilidad
8. Resulta mucho más eficaz fortalecer las conductas positivas que erradicar las negativas.
El castigo debe estar equilibrado con caricias y besos. Muchas caricias
y pocos castigos. Felicitar y celebrar los aciertos presentes evita los
errores futuros.
Como
digo, se trata criterios casi infalibles. Remarco lo de “casi”. Ni la
educación funciona como una ciencia exacta ni los niños se comportan
como autómatas de respuestas siempre previsibles. Pero precisamente por
eso, porque no hay reglas exactas, conviene conocer criterios
contrastados por la experiencia y avalados por los expertos. En la
inmensa mayoría de los casos, funcionan. ¡Suerte con tus “fierecillas”!
(Recomiendo la lectura del libro “¡Castigado! ¿Es necesario?”, de la Psicóloga María Luisa Ferrerós)
TREINTA MINUTOS - LA INFORMACIÓN, 4/05/2012
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