MIKEL LÓPEZ ITURRIAGA
Primero fue el alcohol. Después, el
tabaco. Y ahora le toca el turno a los refrescos azucarados. Sí, a la
Coca-Cola, la Pepsi, la Fanta e incluso la Cola Konga, si es que existe.
La gran batalla está a punto de comenzar. De un lado, hombres del
mundo de la nutrición, elfos de las asociaciones médicas y hobbits de la
vida sana, que exigen para estas bebidas el mismo tratamiento que reciben el licor y los cigarrillos. Es decir, un impuesto especial
que ayude a frenar los graves problemas de salud que generan en la
población, en su caso, el de la obesidad. De otro, orcos, trolls y
nazgûls de las multinacionales del refresco, dispuestos a mover todos
los hilos a su alcance para que no se implante ninguna tasa, como
demuestran las recientes presiones que recibió el presidente de Cataluña
por parte de EEUU. Un país, por cierto, donde –concretamente en la
ciudad de Nueva York– la prohibición de vender refrescos de tamaño XL
que se iba a implantar próximamente ha sido bloqueada por un juez del tribunal supremo por considerarla "arbitraria y caprichosa".
Es un planteamiento bonito. Pero quizá demasiado simplista. ¿No serán
los orcos los que pretenden castigar injustamente a unas bebidas que
sí, engordan y tienen azúcar, pero como tantos otros alimentos?
¿Esconderá esa pretendida lucha contra la obesidad un simple afán
recaudatorio, ahora que todas administraciones de la Tierra Media están
tiesas? A ver si al final los elfos van a ser los que defienden que la
responsabilidad de lo que comes y bebes es tuya, e insisten en que
Sauron, digo el Estado, no debería inmiscuirse en tu libertad personal
para elegir...
El debate es uno de los más apasionantes del momento. Por un lado,
los refrescos son el ejemplo máximo de "no alimento". Es decir, bebidas
que no aportan nada a nuestro organismo más allá del agua, y que lo
inflan de azúcar y otros productos químicos que no necesitamos en
absoluto. Sí, están ricos. Y sí, enganchan. El problema es que engordan
sin dar nada a cambio, y que su relación con la obesidad está respaldada por tantos estudios que algunos países del mundo ya los consideran "el tabaco del siglo XXI" y los gravan con impuestos especiales.
¿Por qué? Pues porque el coste social de su consumo es alto, y porque
el tratamiento de las enfermedades derivadas del sobrepeso en la
sanidad pública lo pagamos todos. Un informe de la ONG británica Sustain,
apoyado por más de 60 asociaciones médicas y sociales, afirmaba que los
males relacionados con la dieta costaban al sistema público de salud
del Reino Unido unos 7.000 millones de euros al año. La organización
proponía una tasa de unos 20 céntimos por litro de refresco azucarado,
cuya recaudación se podría destinar a la educación de los niños en una
alimentación sana. Otros, como el periodista del New York Times Mark Bittman, sugieren que estos impuestos se dediquen a subvencionar las frutas y las verduras.
En el otro lado de la barricada están los argumentos de los productores. Según la Asociación de Bebidas Refrescantes, el impuesto sería discriminatorio porque culpa
a un solo ingrediente (el azúcar) de la obesidad y no a las grasas o al
sedentarismo, entre otras múltiples causas. Y además sólo tasaría ese
ingrediente natural en los refrescos, y no en el resto de los innumerables
productos que lo incluyen.
Para comprender mejor la postura de los fabricantes, me puse en contacto con su empresa líder, Coca-Cola. La multinacional, imagino que preocupada por la creciente presión mediática sobre sus productos, lanzó en enero una polémica campaña en Estados Unidos
en la que por primera vez encaraba el asunto de la obesidad en un
anuncio televisivo. El mensaje: todas las comidas contienen calorías,
nosotros te ofrecemos muchas opciónes sin ellas, y lo que tienes que
hacer si no quieres engordar es mover el culo. Una versión adaptada para
el público español se presentará en Madrid este jueves.
"El consumo de refrescos se toma como chivo expiatorio", me dijo
Carlos Chaguaceda, director de comunicación de Coca-Cola. "Se ignora que
los refrescos no tienen ni grasa ni sal, y que el estilo de vida
sedentario, el ocio pasivo y el cambio de costumbres laborales y
sociales ha conducido a un menor gasto energético por los ciudadanos. Se
ignora también que desde hace ya 10 años crece de manera sostenida el
consumo de refrescos sin calorías. A día de hoy el 25% de las ventas de
una compañía como Coca-Cola es de productos sin calorías, cuando hace 10
años era el 12%. Luego, si se doblan las ventas de refrescos sin
calorías y aumenta la obesidad, no parece que puede establecerse una
relación directa".
El pequeño problema es que los refrescos sin calorías también han sido ligados al aumento de la obesidad. Pero
centrándome en la campaña, le planteé a Chaguaceda si un compromiso
real por parte de Coca-Cola en la lucha contra la obesidad no debería
implicar el fin de la publicidad de sus bebidas con azúcar o la rebaja
de los precios en las opciones sin calorías. Quizá sería más efectivo
que animar al público a hacer ejercicio, a
bailar o a "reír alto", como se ve en el anuncio americano. "Quien fija
los precios finales son los establecimientos que venden el producto, no
nosotros. La pregunta habría que trasladarla a los clientes. Lo que hace
la compañía es ofrecer alternativas sin calorías para que los
consumidores
tengan opciones según sus gustos y estilo de vida".
Para comparar con un punto de vista en principio opuesto, quise saber
la opinión de una nutricionista, Laura Kohan. La autora del libro Alimentos saludables para el siglo XXI asegura
que el azúcar de estas bebidas no sólo no nos aporta ningún nutriente,
si no que disminuye la asimilación de vitaminas como la C, la
provitamina A o
algunas del grupo B. Según ella, además de deteriorar nuestra salud
dental, puede dar paso a enfermedades tan graves
como la diabetes y algunos trastornos metabólicos que abran la puerta a
la gordura.
"En países con un consumo masivo de este tipo de refrescos como EEUU, se
ha demostrado que su relación con la obesidad es directa,
especialmente entre niños y
adolescentes", explica Kohan -algo que implícitamente Coca-Cola en
España parece asumir, ya que no se anuncia en horario infantil ni hace
marketing para críos de menos de 14 años. "Una dieta en la que se
sustituya la presencia
de agua por estas bebidas no sólo aumenta las calorías diarias si no
que interfiere en los procesos digestivos. Por otro lado, aunque en
nuestro país en la
última década el consumo de refrescos se ha disparado, aún no estamos
en unas cifras alarmantes".
A pesar de su contundencia respecto a la nula salubridad de las
bebidas azucaradas, la nutricionista no da saltos de alegría con la idea
del impuesto especial. Se pregunta si éste no tendrá más que ver con el
voraz apetito recaudador desatado en los últimos años que con una
preocupación genuina por la salud de la población. "La única manera
efectiva de disuadir de su consumo es a través de campañas informativas
que cuenten los estragos que pueden causar en nuestro organismo a medio y
largo plazo. Más efectivo que una subida de impuestos sería legislar
para establecer unas nuevas formas de etiquetado donde se advierta de
los contenidos. Y sobre todo, empezar educando en los colegios a los
niños desde muy temprana edad sobre los efectos y perjuicios de ciertos
alimentos y bebidas".
Yo también pienso que la educación y la información son las vías
ideales para que las personas tomen decisiones alimentarias
responsables: debes saber qué pasa si te tomas una Coca-Cola o una
Pepsi, y sobre todo qué pasa si te tomas 15 a la semana. Y entiendo las
quejas por discriminación de la industria del refresco, porque si se
imponen gravámenes, deberían afectar a todos los productos cuyo
valor nutricional esté muy por debajo de su poder engordante -mi primer
candidato, las bombas de azúcar en tetrabrik conocidas como "zumitos"
que muchos padres dan a sus hijos pensando que son "fruta".
Pero la cuestión es que el aumento de la obesidad es demasiado grave, y las campañas de información, poco efectivas. En 30 años, el porcentaje de gordos en el mundo se ha duplicado. España ya supera a EEUU en tasas de obesidad infantil:
casi uno de cada cinco niños. Tres veces más que en 1980. Así que quizá
haya llegado el momento de tomar medidas más drásticas, que hablen un
lenguaje que todos entendemos: el del dinero.
EL COMIDISTA - EL PAÍS, Miércoles 13 de marzo de 2013
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