MARTA JIMENEZ SERRANO
De que Albert Einstein tenía una mente prodigiosa,
apenas nadie duda hoy. Sea por la teoría de la relatividad, por la
famosa ecuación E=mc², por sus explicaciones sobre el efecto
fotoeléctrico o por sus contribuciones a la física teórica, es evidente
que este judío alemán —nacionalizado estadounidense al final de su vida a
causa de la persecución nazi— era un genio. Como todo los que saben mucho, sentía que sabía muy poco, y tal vez ahí residía la conexión que siempre sintió con la infancia. En The Human Side dice
que “el estudio y, en general, la búsqueda de la verdad y la belleza
conforman un área donde podemos seguir siendo niños toda la vida”.
En la misma línea, en el libro Glimpses of the Great, de G. S. Viereck,
elabora una metáfora sobre su manera de leer el mundo en la que el
físico se ve a sí mismo como un niño: “Estamos en la posición de un niño
que entra en una biblioteca llena con libros en muchos lenguajes
diferentes. El niño sabe que en esos libros debe haber algo
escrito, pero no sabe qué. Sospecha levemente que hay un orden
misterioso en el ordenamiento de esos libros, pero no sabe cuál es.
Me parece que esa debería ser la actitud de los seres humanos más
inteligentes hacia Dios. Vemos el universo maravillosamente ordenado, y
obedecemos ciertas leyes, pero sólo entendemos levemente esas leyes”.
Einstein y la infancia
Probablemente por esa conexión con la niñez, por su pasión por jugar y moverse en lo desconocido, el famoso físico se carteó con varios niños a lo largo de su vida, como atestigua el libro Dear Professor Einstein: Albert Einstein’s Letters to and from Children (Prometheus Books, 2002).
En él, entre otras, se recoge el intercambio epistolar entre Einstein y una astuta niña llamada Tyfanny. El 19 de septiembre de 1946 la niña escribe al físico:
“Se
me olvidó decirte, en mi última carta, que era una chica. Quiero decir,
que soy una chica. Siempre me he arrepentido de ello, pero ahora ya
estoy más o menos resignada con el hecho de serlo. En cualquier caso, odio los vestidos y los bailes y todas esas mierdas que les gustan a las chicas.
Prefiero los caballos y la equitación. Hace mucho, antes de querer ser
científica, quería ser jinete y montar a caballo en las carreras. Pero
eso fue hace mucho. ¡Espero que no pienses menos de mí por ser una chica!”.
La respuesta de Einstein fue breve:
“A mí no me importa que seas una chica, pero lo más importante es que no te importe a ti. No hay ninguna razón para ello”.
Einstein y su hijo
Es
otro libro, no obstante, el que alberga un documento tal vez más
preciado. En 1915 Einstein se hallaba en una Berlín devastada, mientras
que su exmujer, Mileva, y sus dos hijos, Hans Albert y Eduard “Tete”,
vivían a salvo en Viena. El 4 de noviembre de ese mismo año, cuando ya
había escrito la teoría general de la relatividad que lo catapultaría a
la gloria científica, Einstein le mandó a su hijo de once años la
siguiente carta, que recoge el libro Posterity: Letters of Great Americans to Their Children (Anchor, 2008):
“Mi querido Albert,
Ayer
recibí tu cariñosa carta y me hizo muy feliz. Tenía ya miedo de que no
volvieras a escribirme nunca. Me dijiste, cuando estuve en Zurich, que
se te hace extraño cuando voy a Zurich. En consecuencia, creo que es
mejor si nos encontramos en algún otro lugar, donde nadie interfiera en
nuestro bienestar. En cualquier caso, voy a rogar que cada año pasemos
un mes entero juntos, para que veas que tienes un padre que se interesa por ti y que te quiere.
También puedes aprender muchas cosas buenas y bellas de mí, algo que
otra persona no podría ofrecerte tan fácilmente. Lo que he conseguido
gracias a mi extenuante trabajo no debe valer sólo para los
desconocidos, sino sobre todo para mis propios hijos. Estos días he completado uno de los más hermosos trabajos de mi vida; cuando seas mayor, te lo explicaré.
Estoy
muy contento de que halles placer en el piano. Eso y la carpintería
son, en mi opinión, las mejores actividades para tu edad, mejor incluso
que el colegio. Porque son cosas muy apropiadas para una persona joven
como tú. Toca al piano principalmente lo que te guste, aunque la profesora no te lo asigne. Esa es la mejor manera de aprender, cuando estás haciendo algo con tal disfrute que no te das cuenta de que el tiempo pasa. Yo estoy a veces tan enfrascado en mi trabajo que se me olvida la comida a mediodía…
Un beso para ti y otro para Tete de tu
Papá.
Recuerdos a mamá”.
Amén
de los tópicos paternos (¿qué padre del mundo no ha dicho alguna vez
“ya lo entenderás cuando seas mayor”?), quizá lo que más se haya
destacado de la carta sea la creencia profunda que expresa el
físico de que para aprender lo mejor que puede uno hacer es disfrutar de
la tarea a la que se entrega: disfrutar tanto que no se da
cuenta de que el tiempo pasa. Al margen de las recomendaciones de los
demás, e incluso de los programas académicos establecidos, debemos hacer
lo que nos gusta para aprender y mejorar con ello.
Así, parece
que debemos agradecer que a Einstein le apasionase la física que rige
nuestro planeta. Si le hubiese aburrido, a pesar de haber tenido la
capacidad, probablemente no hubiera escrito ni una sola línea de su
archiconocida teoría general de la relatividad.
EL CONFIDENCIAL, Miércoles 25 de septiembre de 2013
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