JAIME RUBIO HANCOCK
En Atrapado en el tiempo Bill Murray vive el mismo día una y otra vez. Es gracioso porque también nos pasa a nosotros. Cada día es igual que el anterior: nos levantamos a la misma hora, desayunamos café y tostadas, cogemos el autobús, llegamos a la oficina, leemos el correo electrónico, abrimos Verne, vemos un artículo sobre el día de la marmota... Un momento, ¿el día de la marmota? ¿Otra vez? ¿Ya ha pasado un año? Por cierto, este jueves la marmota ha visto su propia sombra, así que nos tocan seis semanas más de invierno, según la tradición.
La rutina tiene una mala fama que es en parte merecida: aburre y ahoga, además de ser responsable de que nos dé la impresión de que el tiempo pasa cada vez más deprisa. Al fin y al cabo, si no hacemos nada memorable, ¿por qué íbamos a distinguir el jueves del miércoles? ¿O nunca te ha pasado eso de perder la cuenta de qué día de la semana es?
Aun así, tiene sus ventajas. Aquí van seis, que en realidad se resumen en una: nos deja concentrarnos en lo verdaderamente importante.
1. Nos libera de tomar decisiones cada cinco minutos. Si ya sabemos que por la mañana nos vamos a tomar un café y después nos vamos a duchar, podemos automatizar ese proceso, en lugar de perder tiempo y energía. Sin hábitos y rutinas, explica el periodista Charles Duhigg en The Power of Habit, “nuestros cerebros se bloquearían, sobrepasados por las minucias del día a día”.
El objetivo de la rutina, como decía el filósofo William James (1842-1910), es “liberar nuestras mentes para dedicarnos a actividades realmente interesantes”. Y añadía: “Cuantos más detalles de nuestra vida diaria podamos dejar en la fácil custodia del automatismo, más libres dejaremos nuestras mentes para el trabajo que les es propio”.
Eso sí, como escribe Mason Currey en Daily Rituals, James era desordenado y tendía a la procrastinación. Hablaba más de lo que quería hacer que de lo que hacía. En este libro, por cierto, Currey recoge decenas de rutinas diarias de escritores y artistas.
2. Nos da tiempo para pensar. Hay otro factor que nos recuerda Science of Us, el suplemento de ciencia de New York Magazine: ¿por qué se nos ocurren buenas ideas en la ducha o mientras corremos? Porque pensamos mejor cuando no tenemos nada en lo que pensar. Mientras llevamos a cabo actividades rutinarias y automatizadas podemos soñar despiertos. Es decir, nos dedicamos a la introspección, y a incubar y desarrollar ideas.
Eso explica la estadounidense Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura en 1988. Según recoge también Daily Rituals, Morrison compaginó durante años su labor literaria con su trabajo en una editorial, sus clases en la universidad y la crianza de sus dos hijos. “Incubo, pienso ideas en el coche cuando voy al trabajo, o en el metro, o mientras corto el césped. Cuando llego al papel ya hay algo. Puedo producir”.
El filósofo Soren Kierkegaard (1813-1855), menos ocupado, daba largos paseos cada día. Currey cuenta que durante esas caminatas se le ocurrían muchas de sus mejores ideas, hasta el punto de que las anotaba nada más llegar a casa, de pie frente al escritorio y aún con el sombrero puesto y el bastón colgando del brazo.
3. Nos ayuda a evitar la procrastinación. La rutina no solo consiste en automatizar pequeñas tareas como lavarse los dientes, también nos ayuda a no posponer tareas. Como hace, por ejemplo, la coreógrafa Twyla Tharp, quien, según Daily Rituals, cada mañana a las 5:30 sale de casa y se va al gimnasio. Al tener esa rutina interiorizada, Tharp evita tener que tomar esa decisión cada día y correr el riesgo de pensar si debe o si le apetece ir. “La vida de una bailarina consiste en la repetición”, añade.
Si cada mañana vamos al gimnasio o cada día leemos de siete a ocho, “el cerebro deja de participar en la toma de decisión”, explica Duhigg. Eso significa que esta actividad se ha convertido en una rutina y podemos dedicar nuestra energía a practicarla y no a convencernos a nosotros mismos de que debemos practicarla.
Por eso nos cuesta dejar los malos hábitos y por eso es importante no romper las buenas rachas. Pongamos el ejemplo del escritor Anthony Trollope (1815-1882), también extraído de Daily Rituals. Trollope escribió más de sesenta libros gracias a su rutina diaria: se levantaba a las 5:30 de la mañana y escribía durante tres horas antes de desayunar y salir para su trabajo en Correos. Si en esas tres horas terminaba una de sus novelas, sacaba otro folio y se ponía a escribir la siguiente.
No a todo el mundo le salen las novelas con tanta facilidad. Un ejemplo que viene a ser lo mismo que hacía Trollope, pero al revés, es el de Raymond Chandler (1888-1959). Su método es sencillo, solo hay que sentarse cada día a escribir al menos durante cuatro horas y solo hay dos normas: a) no tienes que escribir y b) no puedes hacer ninguna otra cosa. “El resto sale solo”, aseguraba. Cómo se nota que en su época no había Facebook.
4. No solo cuida nuestro cerebro, también nuestro cuerpo. El psicólogo Roy F. Baumeister y el periodista John Tierney explican en Willpower: Rediscovering the Greatest Human Strength que tras muchas decisiones podemos sentir la llamada “fatiga de decisión”, que nos lleva a optar por las respuestas más fáciles. Es decir, por dar prioridad a las gratificaciones instantáneas frente a las recompensas a largo plazo. Por eso las chucherías y los caramelos están al lado de la caja registradora.
Para automatizar estos procesos y evitar romper una de estas buenas rachas, se pueden seguir normas “if… then” (si… entonces), tal y como sugiere el psicólogo Walter Mischel en The Marshmallow Test. Con práctica, podemos convertir en rutinas normas como “si es un día entre semana, no compro chocolate”, “si hoy es jueves, voy al gimnasio” o “si ya son las once, me acuesto”.
Estas rutinas son especialmente importantes a la hora de dormir, como nos recuerda este artículo en Verne sobre la higiene del sueño y que debería haber leído Henry Miller (1891-1980): este novelista escribía desde la medianoche hasta las ocho de la mañana hasta que se dio cuenta de que él en realidad era matutino y trabajaba mejor de día.
Un ejemplo de lo contrario sería Descartes, quien creía (no sin razón) que el ocio era esencial para el buen trabajo mental. No salía de la cama hasta las 11. Cuando en 1649 aceptó un puesto en la corte de la reina Cristina de Suecia, se vio obligado a comenzar su jornada a las cinco de la mañana. Murió en febrero de 1650, a los 53 años, víctima de una neumonía. (Aunque hay quien habla de asesinato).
5. Nos ayuda a aprender. El periodista y sociólogo Malcolm Gladwell sigue insistiendo en que hacen falta 10.000 horas para dominar cualquier técnica. Esta teoría se ha discutido mucho, sobre todo porque la práctica no siempre es suficiente: alguien que mida menos de 1,80 lo tendrá muy difícil para ser un jugador profesional de baloncesto, por ejemplo, y para ser tenor hay que tener voz de tenor.
De todas formas, es innegable que la práctica es imprescindible. Si queremos ser buenos en algo y por mucho talento que tengamos, necesitamos reservarnos horas para estudiar y ensayar. Y la forma más fácil es tener un horario ya decidido y cerrado.
Incluso Mozart (1756-1791), que en la película Amadeus se nos presentaba como un genio a quien las sinfonías le salían sin querer, tenía un horario estricto, como recoge Currey. Aparte de las clases y los actos sociales, se reservaba de siete a nueve de la mañana para componer, además de las tres horas entre las seis y las nueve de la noche, en caso de que no tuviera concierto.
Stephen King también tiene fama de escribir con facilidad, pero eso es porque no se tiene en cuenta que escribe cada día, incluidos sábados, domingos y festivos. Comienza por las mañanas y no termina hasta que ha llegado a las 2.000 palabras. Por eso nunca se puede hablar del último libro de King: siempre es el penúltimo.
6. Da coherencia a nuestras vidas. Según recoge Scientific American, las rutinas ayudan a dar significado a nuestras vidas. Toda esa parte aburrida y monótona “es la base que os sirve para alcanzar metas más importantes”. Es un resumen de lo que decíamos: si automatizamos toda esa rutina, podemos dedicar tiempo y esfuerzo a lo que de verdad nos importa. Si no tenemos una rutina, no nos la podemos saltar.
La poeta Gertrude Stein (1874-1956) recordaba que “si escribes media hora al día, acabas escribiendo mucho al cabo del año". Y añadía: "Asegúrate de que todo el día y cada día estás deseando que llegue esa media hora para escribir”. Recuerda que gracias al día de la marmota, el personaje que interpreta Bill Murray aprende a tocar el piano, a esculpir hielo, a hablar francés y conoce al amor de su vida.
EL PAÍS, Jueves 2 de febrero de 2017
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