VICTORIA GALLARDO
California, 1964. Ante la inminente celebración de la feria de Ciencias de su instituto, un estudiante de 17 años llamado Randy Gardner decide presentar un proyecto que no deje indiferente a sus profesores. Y vaya si lo consigue. Tras permanecer 264 horas seguidas despierto, lo equivalente a 11 días (¡11 días!), logra hacerse con el récord del mayor período de tiempo que un ser humano ha permanecido sin dormir y, ojo, sin estimulantes de por medio.
Cuatro décadas más tarde, en 2007, el británico Tony Wright acumuló un total de 266 horas. Eso sí, consumiendo grandes dosis de teína y otras sustancias. Lástima que desconociera que, también en 1964, el finlandés Toimi Soini ya había superado al joven Gardner, permaneciendo despierto 276 horas. Según The Times, la ¿proeza? de Soini se suprimió del libro Guinness de los Récords para no alentar a otras personas a intentar hacer lo mismo. Finalmente, esta peligrosa categoría fue eliminada por las desastrosas consecuencias para la salud que pueden acarrear ese tipo de retos.
No hace falta ponerse en la piel de Gardner (al cuarto día sin dormir creyó haberse reencarnado en el jugador de fútbol americano Paul Lowe) para advertir los nocivos efectos que la falta de descanso puede llegar a tener. Aumento de peso, riesgo de diabetes, síntomas de ansiedad o depresión, menor rendimiento físico o dificultades de atención, concentración, aprendizaje y memorización son algunos de los más citados por los expertos.
Según la Sociedad Española del Sueño (SES), más de un 30% de nuestra población padece algún tipo de trastorno relacionado con este aspecto. Dentro de este porcentaje, los casos de adolescentes y adultos jóvenes que acaban en la consulta se han convertido en algo demasiado habitual.
Así lo afirma Iván Eguzquiza, psicólogo especializado en Medicina Conductual del Instituto de Investigación del Sueño de Madrid (IIS). «Cada vez es mayor el número de personas menores de 30 años que acude aquí porque tiene dificultades para iniciar su sueño o para mantenerlo», asegura. «Muchas son mujeres conscientes de que la falta de descanso está repercutiendo en sus estudios, pero también veo a muchos jóvenes de ambos sexos que llevan poco tiempo desempeñando un trabajo que exige atención y un buen rendimiento y que temen perderlo por culpa de un sueño de mala calidad».
Según explica el doctor Carles Gaig, coordinador del Grupo de Estudio de Trastornos de la Vigilia y Sueño de la Sociedad Española de Neurología (SEN), el retraso en la fase del ritmo circadiano característico de los jóvenes es uno de los principales motivos de su insomnio. «Todos tenemos un reloj interno sincronizado con el sol. En los jóvenes, en vez de durar 24 horas, se prolonga más. Por eso, cuando llega la noche, no tienen sueño. Cuando se acuestan a las 11 o 12, su cerebro aún no ha dado la orden de dormirse», expone. «Si, encima, le añades el uso de las nuevas tecnologías en las horas previas a meterse en la cama, esto se agudiza».
«El insomnio tecnológico es una de las causas y, al mismo tiempo, un perpetuante del problema», argumenta Milagros Merino, especialista en Medicina del Sueño y miembro de la Sociedad Española del Sueño (SES). «En el siglo XVII, cuando sus padres apagaban la vela, los jóvenes se quedaban completamente a oscuras. Ahora, si no se duermen, mandan mensajes de WhatsApp. Se ponen delante de pantallas iluminadas que tienen mucho contenido de luz azul, algo que dificulta la conciliación del sueño. Ciertas células de la retina son muy sensibles a los tonos azulados y son precisamente las que influyen más en el ritmo de secreción de melatonina (hormona que regula nuestro reloj biológico)».
Las cifras hablan por sí solas. Según un estudio de B. J. Borlase realizado en niños australianos de nueve a 13 años y recogido en la tesis de la doctora Ana Rodríguez Varela, titulada Hábitos y problemas del sueño en la infancia y adolescencia en relación al patrón de uso del teléfono móvil, el 96% de los encuestados tienen aparatos electrónicos en su habitación. Además, en todos ellos se demostró que «el uso de nuevas tecnologías está asociado con menos sueño y más somnolencia diurna». En esta misma línea, A. Miralles Torres afirma en Adolescents dormits que, de los 145 jóvenes de entre 12 y 18 encuestados en nuestro país para este trabajo, más de la mitad de los que tenían 18 años dormían menos de 7 horas. Un 40% aseguró sentir somnolencia diurna y el 67% tiene ordenador y/o televisión en su cuarto.
«Las redes sociales, los móviles y las tabletas no ayudan en absoluto al sueño», prosigue Gaig. «Además, en el caso de los jóvenes, muchos tienen la percepción errónea de que dormir es una pérdida de tiempo». «Durante la adolescencia es frecuente la ilusión de invulnerabilidad», corrobora Eguzquiza.
Un reciente estudio del Instituto de Neurociencia Cognitiva de Londres sugiere que el cerebro no llega a madurar totalmente hasta que superamos los 30 años, e incluso después de los 40. Por tanto, la capacidad de los jóvenes (incluso fisiológicamente) para cometer errores cognitivos y autosugestionarse es enorme. Por lo general, suelen tener peores hábitos de sueño que las personas de más edad. Su fisiología les permite ciertas licencias que, si se concediesen 20 años después, les pasarían una mayor factura. Sin embargo, opina Eguzquiza, actuar así es jugar con fuego.
Esta misma explicación la resume Merino en dos palabras: «muchas juergas». Habla de una edad en la que la resistencia física es muy alta. Hay que asumir que, si un viernes te acuestas a las cuatro de la mañana y el sábado haces lo mismo, cuando quieres dormirte a las 11 de la noche, no pueden. «Estarán sometidos a un jet lag. Por eso, en los cuarteles y en los conventos, donde hay horarios regulares, no hay problemas de sueño. Salvo los ronquidos, claro».
EL MUNDO, Lunes 20 de febrero de 2017
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