OLGA CARMONA
Últimamente parece haber una necesidad imperiosa de etiquetarlo todo, también algo tan complejo y trascendente como la vivencia o el ejercicio de la maternidad. Leo en los medios simplismos tales como madre helicóptero, hipomadre, madre cuervo, hipermadre…
El ser humano siempre ha tenido la necesidad de abrazar estereotipos, atajos cognitivos que crean un espejismo perceptivo que conduce a la simplificación de la realidad, de forma que no resulte tan compleja ni caótica. Así, categorizando en extremo el mundo, elijo dónde me coloco y hago de ello mi verdad y mi bandera.
Sin embargo, hay procesos, realidades humanas imposibles de abarcar y desde luego, difíciles de reducir al significado, muchas veces plano y reduccionista, de una definición o moda.
Por ello, quisiera reflejar en estas pocas líneas una visión poco publicada y reconocida de la maternidad y es su poder terapéutico.
Siempre hablamos de la necesidad de trabajar nuestras sombras para no proyectarlas sobre nuestros hijos, de la importancia de curar nuestras heridas para ejercer una maternidad lo más sana posible y no trasladar basuras que no les pertenecen a quienes más queremos.
En mi día a día trabajo con mujeres cuya maternidad las ha salvado, en algunos casos, literalmente: están vivas gracias a ese cable a tierra que ha supuesto un hijo. Mujeres con heridas feroces, llenas de agujeros negros de desolación, con enormes faltas de amor primario, mujeres dependientes de la opinión del mundo, bloqueadas en muchas zonas de sí mismas, heridas, heridas en profundidad… han llegado a la maternidad desde los lugares más diversos, a veces, sin ni siquiera quererlo y han encontrado en ella un desconcertante y arrollador amor que las ha inundado enteras, se han sentido plenas, han saboreado en silencio y con los ojos cerrados el amor incondicional, ese que a muchas de ellas les negaron desde antes de nacer.
La maternidad puede ser la más potente de las fuentes de autoconocimiento, de motivación, de crecimiento personal, de transformación y también, claro que sí, de cura.
Porque esas miradas limpias, inocentes, radicales en su emoción, tienen la habilidad de conectarse con lo más sano de nosotras mismas, nos vuelven generosas, nos obligan a sonreír, a cantar, a contener, recolocan y afirman nuestras prioridades, nos ejercitan en la paciencia, nos vuelve valientes, nos impulsan a cambiar.
La maternidad que cura rescata de la soledad y muchas veces, orienta el sentido de la vida.
La maternidad terapéutica les descubre que la felicidad no era una utopía a la que no tenían derecho, por lejana, por difícil, por inalcanzable. Ahora resulta que está ahí, en el día a día, en una mirada, en un abrazo, en una carita dormida, en un llanto consolado, en una pregunta llena de confianza, en una manita que te toca para dormirse, en hacer una trenza, en leer un cuento, en ayudar con las tareas, en el te quiero más real, más honesto, más puro que nunca hayamos dicho y sobretodo el más inmenso que jamás hayamos escuchado.
La maternidad que cura nos hermana a todas en nuestra condición de mamíferas y nos recuerda que también, o sobre todo, somos instinto y fuerza, nos reconcilia con el cuerpo y con el género, nos enseña a amar desde la amorosa renuncia, crecemos.
No conozco mayor fuerza ni motor que la que impulsa el amor por un hijo, ni conozco tampoco mayor oportunidad de crecimiento como ser humano.
Eso sí, hay que querer.
Dice Boris Cyrulnik, autor de Los alimentos afectivos y neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y etólogo francés, que “en el mundo real, cada encuentro constituye una bifurcación posible”… Para este transformador desafío vital se precisa tomar conciencia de la oportunidad y decidir aprovecharla. Y ello implica la valentía de romper con patrones tóxicos heredados y reinventarse. Implica aceptar lo peor de nosotros mismos para que no se enquiste y reproduzca por generaciones. Implica apostar por un camino de crianza distinto al que tuvieron, criar sin referentes, a ciegas.
Los hijos traen consigo algo así como un “efecto lupa”, capaces desde el minuto uno de hacernos ver nuestras fortalezas, pero también nuestras carencias. Cuando la maternidad es vivida como un ejercicio de superación, miramos a la cara esas carencias y nos ponemos a trabajar en ellas, en lugar de replegarnos sobre nosotros mismas reproduciendo roles conocidos, instalándonos en la queja y extrañando el tiempo en que no se nos exigía sentarnos frente a frente con nuestras limitaciones.
Desde este espejo insistente y cotidiano que representan nuestros hijos, algunas deciden no mirar para no ver sus propios fantasmas y corren rápidamente a recuperar su vida anterior horrorizadas por lo que intuyen, y entonces hablan de que la maternidad es exigencia y sacrificio y dolor. Es esta la maternidad hostil que nos resta calidad de vida, es la madre abnegada que acabará pasando factura. Es la íntima vivencia de pasar por ello cuanto antes y que crezcan rápido. Es que no me gusta sentirme incompetente ni culpable ni aceptar que todo mi éxito externo aquí no sirve de nada. Estoy a solas con una realidad irreversible y los fantasmas se han despertado.
Pero otras no. Otras deciden por fin, mirar de frente a sus sombras y en nombre del amor, deciden iluminarlas. Estas son las que permiten que la maternidad les cure y les muestre un sendero vital de aprendizaje, crecimiento, superación y placer.
Entonces descubren que la maternidad no embrutece ni relega, no es sacrificio ni dolor, no las condena a dejar de ser mujeres, ni limita su proyección social. La maternidad les agranda en su condición de mujeres, las expande y enriquece, las conecta con la vida como dadoras de ella que somos y las convierte en alguien esencial y para siempre en la vida de otro.
Mujeres valientes que deciden cambiar la calidad de la huella que dejarán impresa, sí o sí, en el alma de otros.
Incluso para aquellas que denigran la maternidad como si de algo limitante se tratara, la huella de sus madres vive en ellas y seguramente ahí encontrarían la respuesta a esa manera tan simplista de abrazar un estereotipo.
Dice también Boris Cyrulnik que “ el amor en todas sus manifestaciones es la cura para sanar las heridas de la infancia”. Y yo añadiría que no hay mayor potencial de amor incondicional que nuestros hijos. La cuestión es, como casi siempre, cómo decido vivirlo.
EL PAÍS, Viernes 10 de febrero de 2017
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