SANTIAGO RONCAGLIOLO
Los veranos comienzan la mañana en que abres los ojos y
tu hijo está frente a ti llevando una caña de pescar, una pelota de
playa, guantes de portero, botas de montaña y raquetas de tenis de mesa.
Él dice:
- Papi, ¿vamos a jugar?
Y te levantas a jugar. Y pasas media hora esperando
que él consiga darle a la pelota de tenis con la raqueta, mientras
piensas en tus cosas (¿Habrá acuerdo de Gobierno? ¿Me pone los cuernos
mi mujer? ¿Cerré bien la puerta de casa?). Y corres en cámara lenta para
que el niño crea que te ha hecho un gol épico. Y te achicharras bajo el
sol en un espigón, metiendo entre las piedras un hilo amarrado a un
jamón, para ver si pica algún cangrejo despistado. Y ansías volver al
trabajo, sentado bajo el aire acondicionado, con el cerebro en velocidad
de crucero.
Pero un año -uno como este- el pequeño se vuelve
mediano. Lo hace sin pedir permiso. Y ahora corre como un felino y no
puedes alcanzarlo. Pega unos raquetazos que te pueden volar la cabeza.
Trepa por lados de la montaña por donde tú no cabes, o no te atreves a
ir. Y cuando, con la camiseta empapada, el cuerpo rendido y la espalda
crujiendo, crees que ya ha terminado la tortura, tu hijo aún está fresco
como una lechuga, diciendo:
- ¿Ahora montamos en bici un rato?
Entonces comprendes que el tiempo no tiene compasión,
ni da marcha atrás, y que ya no eres el abusón sino la víctima. Porque
los niños crecen. Pero los padres solo envejecemos.
EL PAÍS, Miércoles 3 de agosto de 2016
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