MAR MUÑIZ
Yo no he ido a los Scout. Sólo sé que cantan, que llevan calcetines
muy largos y que viven en una acampada permanente. Desde los cinco años
hasta los 90. Su lecho de muerte es un saco de dormir y ellos, tan
felices.
Pues con su pan se lo coman. Yo detesto ir de camping.
No me gustan los bichos, ni las cantimploras ni hacer pis en el campo.
No soy un ñu. Me gustan las aceras, las casas de ladrillos y el agua
corriente. Llámenme marquesona...
Pero si Letizia tiene ex marido, Figo fue culé y Echenique paga en negro,
yo también tengo un pasado. Hubo un tiempo funesto en el que iba de
Coronel Tapiocca hasta las cejas y silbaba mientras levantaba la tienda
de campaña. Mil letrinas y dos mil mosquitazos después, juré que aquello
se acabó. Pero tuve hijos y me pidieron ir. Porca miseria.
Otra
vez al maldito camping. Qué ordinariez. Qué precariedad. La palabra, ya
en sí misma, es barata, poligonera. En esos sitios no hay más que
plebeyos travestidos de canis y chonis, y yo, aunque soy pobre como un
muletilla, no puedo con ellos. Que se vayan todos con Bigas Luna.
Así que, en contra de la sangre patricia y del asfalto que corren por mis venas, este fin de semana les he dado el capricho a los niños. Un descalabro.
Para
empezar, hay que cargar el coche como si fueses a cruzar el Estrecho.
La ingobernable relación de aperos necesarios estaba liderada por dos
artefactos que no pueden faltar en el kit del auténtico cíngaro. A
saber: el colchón hinchable y el camping-gas. ¿Hay pobreza más extrema?
Si
yo tengo una cama con todas las viscoelásticas termosensibles que se
han inventado hasta la fecha y una Thermomix que hace salmorejo mientras
me abanico, ¿en qué cabeza cabe que voy a disfrutar en ese páramo sin un atisbo de I+D?
Para mí la naturaleza es espartana y está sobrevalorada. No me relaja, no tiene wifi y me inquietan sus sonidos nocturnos. Todo me parecen hienas rabiosas al acecho,
aunque estemos en un erial de Navalcarnero. Intuyo que estaría más
integrada en la liturgia campestre si me dedicase a la ganadería
trashumante, pero por el momento, francamente, no lo veo.
En
cambio, los niños, que declaran la yihad cuando en casa toca judías
blancas, estaban encantados con la fabada de bote. Alucinados con las
cagadas de pájaro que nos caían como granadas de mortero. Y
descacharrados por dormir cuatro humanos en una tienda como un ascensor
en modo totum revolutum.
Para mí el balance de estos días de
camping ha sido aciago. Dos datos lo atestiguan: 1) a juzgar por los
ronquidos que escuché, medio mundo morirá en breve por apnea del sueño; y
2) he tenido que poner unas 36 lavadoras al regreso, más o menos como
las vicetiples cuando se van de tournée.
Una vez los niños han vivido la experiencia, la tienda, a Wallapop. Y si quieren repetir, a los Scout. No hay negociación que valga. Ni por favor, ni por favora.
EL MUNDO/Blog de una Madre Desesperada, Miércoles 9 de agosto de 2016
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