GREGORIO BELINCHÓN
Abuelito dime tú por qué en la nube voy. Bueno, algunos imperios se fundamentan en mucho menos. El verso de Dime abuelito, la traducción al castellano de la canción original japonesa Oshiete, resuena en los recuerdos infantiles de muchos españoles, los que vieron la serie de dibujos animados Heidi
en su primera emisión en 1975, y las posteriores generaciones que
disfrutaron llorándola en posteriores reposiciones. Porque en España, de
la huérfana suiza que vive en los Alpes en la cabaña de su abuelo solo
ha quedado la huella de la animación japonesa. 52 gloriosos episodios
que terminan con Clara trotando jacarandosa por la ladera y un canto a
la unidad familiar. Y el nacimiento de una figura unida desde entonces
en el imaginario colectivo al mal y, en mentes más calenturientas, al
sadomaso como epítome de la dominatrix: la señorita Rottenmeier.
Hoy llega a España la última versión en cine de la novela de la suiza
Johanna Spyri, gloria de las letras de su país en el siglo XIX, y que
volcó en Heidi (pronúnciese Aídi), diminutivo de Adelaida, algunas de
sus vivencias infantiles. Spyri se crio con sus padres, al contrario que
su personaje, pero vivió en las estribaciones de los Alpes, y aquella
felicidad entre la naturaleza se enturbió cuando al casarse se mudó a
Zúrich. A su creación le hace pasar por parecidas tribulaciones
rurales-urbanas: Heidi lleva cinco años junto a su tía Dete tras la
muerte de sus padres, hasta que a su tutora le surge una oportunidad
laboral en Fráncfort. Por eso lleva a la cría hasta la remota cabaña del
abuelo, en las montañas del cantón de Graubünden, en español de los
Grisones, el más al este, extenso y menos poblado de los 26 cantones que
componen Suiza. Durante un año, Heidi se convierte en una feliz niña de
los Alpes, junto a su abuelo. Pepe Colubi, en su libro La tele que me parió,
define así a ese singular personaje en la versión animada: “Filósofo
alpino, asceta de altura, ermitaño en la montaña, la introversión del
abuelo va más allá del mero laconismo para convertirse en una forma de
ver y vivir; el abuelo era un dibujo, pero de animado no tenía nada”.
Solo añadir que acarreaba un contundente físico a lo Hemingway. Y en
esas laderas Heidi, a sus ocho años, corretea con el cabrero Pedro, el
niño que pastorea las cabras de la aldea, y con los animales.
Casi toda la imaginería que asociamos a Heidi —las cabras Blanquita, Copito de Nieve o Diana, el íbice El Señor de las Cumbres, el san bernardo Niebla, el macho cabrío El Gran Turco— surge de la serie de anime
de 1974, y no aparecen como tales en la novela —que escribió en 1870
para su hijo y publicó originalmente en dos partes una década después—
de Spyri. Hasta que la tía Dete vuelve para llevarse a Heidi: ha
encontrado el hogar de unos ricos, los Sesemann, en Fráncfort, cerca de
su trabajo. Allí la educarán y hará compañía a Clara, que a sus 12 años
vive confinada en una silla de ruedas bajo la supervisión de la estricta
institutriz Rottenmeier (Rotten, en alemán, significa podrido), ya que
tanto su padre, el viudo Sesemann, como su abuela están en continuos
viajes de negocios. Por cierto, la nueva película, fiel al espíritu de
Spyri, muestra cómo Dete cobra una cuantiosa suma de dinero de
Rottenmeier y los Sesemann: en esa casa aprenderá a leer, tendrá una
oportunidad social, pero a la vez deviene en animal de compañía de
Clara.
Ahogada por el mundo urbano y Rottenmeier, Heidi sobrevive
gamberreando con Clara. Pero la niña de los Alpes se va apagando
emocionalmente hasta que le permiten volver con su abuelo. Por consejo
médico, y porque echa de menos a su amiga, Clara y su abuela viajan
meses después a la aldea alpina y allí llega el milagro con el que acaba
la novela y todas sus adaptaciones. En los dibujos animados, Heidi la
insulta. En la última película, una mariposa se posa en su pie y le
incita para que la siga. Sea como fuere, Clara se levanta y echa a
andar. Lagrimones como puños y caída del telón.
Un paseo real
En el parque natural de Ela, en el cantón de los Grisones, se puede
recorrer el Heidiweg, el camino de Heidi, un paseo circular de 12,5
kilómetros por los paisajes que inspiraron la novela y en los que se han
rodado algunas versiones, incluida la última. Allí está el museo de
Heidi, el pueblo, y subiendo a 1.800 metros de altura, la cabaña del
abuelo, la que se creó originalmente para filmar la versión canónica de
1952, que dirigió el maestro italiano Luigi Comencini (El gran atasco, pan, amor y fantasía).
Porque si el mito de Heidi ha pasado de padres a hijos ha sido
gracias a las versiones audiovisuales. Hay una decena de películas y
otras tantas series de televisión sobre el personaje de Spyri. Hollywood
ya la llevó a la gran pantalla en 1937 con Shirley Temple como Heidi.
Aunque para el personaje de la protagonista solo se necesita una gran
sonrisa. El abuelo es el papel con enjundia y de él se han hecho cargo
grandes como Jean Hersholt (en la versión de Temple), Michael Redgrave
(en el telefilme de 1968 en el que Jean Simmons encarnaba a Rottenmeier y
Maximilian Schell a Sesemann), Burt Ives (en el telefilme de 1978), Jason Robards (en la serie de 1993, con Jane Seymour como institutriz) y Max von Sydow (en la 2005 con Geraldine Chaplin, soberbia, como Rottenmeier). En la versión que se estrena hoy, el suizo Bruno Ganz (Cielo sobre Berlín, El amigo americano), el mejor actor vivo en alemán, el Hitler de El hundimiento, aporta matices que engrandecen una película rodada con sumo cuidado incluso en el acento de los personajes.
Todo lo anterior queda empequeñecido ante la serie de dibujos
japonesa de 1974 (no confundir con otras imitaciones). Sus 52 episodios
se emitieron en España al año siguiente, coincidiendo con otra insigne
huérfana, Pippi Calzaslargas. El anime fue creación de un genio, Isao Takahata (La tumba de las luciérnagas, Pompoko), para el estudio Nippon Animation. Takahata adaptó otras dos leyendas de la literatura infantil, Marco y Ana de las Tejas Verdes, en sendas series de 1976 y 1979 antes de abandonar Nippon Animation para fundar con su amigo Hayao Miyazaki,
que colaboró en esta serie, el estudio Ghibli. La Heidi de Takahata
respeta bastante la iconografía de Spyri, aunque se toma ciertas
licencias poéticas. Una de las más risibles es la del famoso columpio de
Heidi de la introducción de la serie, que por su vuelo sobre el pueblo
debía de estar a más de 150 metros de altura y tener cuerdas de cerca de
20 metros (sí, ha habido alguien que ha hecho el cálculo). En ese
arranque de los dibujos aparece otro momento mágico, la danza feliz de
Heidi y Pedro: el maestro Miyazaki y el director de animación Yôichi
Kotabe se grabaron bailando al corro de la patata en un aparcamiento
pegado al estudio para que otro animador, Yasuji Mori, pudiera
reproducir sus movimientos. Y así, desde una parcela tokiota de asfalto,
se asentó el mito helvético.
EL PAÍS, Viernes 26 de agosto de 2016
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