JUAN REVENGA
La cruzada antiazúcar es una de las modas dietéticas con
mayor proyección de la actualidad, y hay razones de peso que la
justifican: el abuso del mismo en la alimentación occidental es, con poco género de dudas, una de las amenazas para la salud mejor contrastadas
del momento. A remolque de esta tendencia, los edulcorantes
artificiales se han convertido para muchas personas en una solución
virtual que permite evitar las consecuencias metabólicas del abuso de
azúcar, sin tener que renunciar por ello al sabor dulce. Pero los
edulcorantes artificiales son, a su vez, una fuente inagotable de mitos
que advierten de unos supuestos efectos negativos para la salud.
Sacarina
La primogénita de la familia, fue descubierta en 1879 por
casualidad mientras dos químicos (Fahlberg y Remsen) realizaban
experimentos relacionados con la oxidación de distintos compuestos
derivados de la hulla. Al final, ambos descubridores no acabaron muy
bien y Fahlberg, verdadera alma mater del asunto, patentó el
invento mientras dejaba al margen a Remsen. Si bien al principio esta
sustancia pasó más o menos inadvertida, su uso se empezó a generalizar
durante la escasez de azúcar de la I Guerra Mundial.
Hoy la sacarina es un edulcorante autorizado por la EFSA
(Autoridad de Seguridad Alimentaria) y la podemos encontrar mencionada
como E 954. Como buena parte de los aditivos autorizados, la sacarina tiene también asignado un valor (máximo) de Ingesta Diaria Admisible
(conocido como IDA), en concreto de 5,0 mg de sacarina al día por
kilogramo de peso corporal. Su dulzor relativo –una medida utilizada
para medir la capacidad endulzante de una sustancia comparada con la
sacarosa o azúcar de mesa– es de 300 a 500 veces más dulce. La sacarina
no se metaboliza, se absorbe tal cual y es eliminada rápidamente por vía
renal. Podemos decir, sin ninguna duda, que la sacarina no aporta ni una sola caloría.
En el terreno de las conspiraciones, podemos señalar que –a
pesar de que el uso de la sacarina estaba autorizado en la mayor parte
de países–, en otros, entre ellos Canadá, estaba prohibido. Una decisión
tomada en base a unos estudios realizados con ratas en la década de los años 70,
que apuntaron la posibilidad de que el uso del endulzante podría
incrementar el riesgo de cáncer de vejiga en estos animales. Tras varios
años de controversia y cierta cabezonería, Canadá levantó el veto a la sacarina en 2014.
Tal y como se contrastó más tarde, las ratas de aquellos estudios
fueron sometidas a dosis de sacarina absolutamente desproporcionadas, y
los estudios posteriores jamás pudieron replicar en humanos el supuesto
efecto observado en las ratas. Así pues, dentro de los márgenes contemplados en la IDA, el uso de sacarina puede entenderse como seguro.
Ciclamato
La búsqueda en 1937 de un fármaco contra la fiebre se topó
con un inesperado hallazgo: el ciclamato sódico –más conocido como
ciclamato a secas–, una sustancia de 30 a 50 veces más dulce que el
azúcar con una vida comercial llena de altibajos y polémicas. Al
principio se usó con tranquilidad, pero a finales de los sesenta cayó en
desgracia, a raíz de experimentos con modelos animales similares al de
la sacarina.
Se prohibió en numerosos países como Estados Unidos o Reino
Unido, y no ha terminado de recuperarse. En EEUU sigue prohibido a día
de hoy, y también diversos países de Sudamérica, sin embargo el Reino
Unido levantó su veto tras la revaluación que la Unión Europea hizo de
este en 1996. Lo podemos encontrar con el código E 952, y suele estar
presente en una amplia variedad de alimentos y bebidas, de forma aislada
o en combinación con otros edulcorantes.
La Ingesta Diaria Admisible establecida en la Unión Europea
es de 7 mg de ciclamato por kilogramo, aunque algunos organismos
internacionales como el de la OMS/FAO la ha situado en los 11 mg/kg. Su
absorción es bastante limitada, y lo poco que se absorbe se elimina
inalterado con la orina. Se han identificado algunas bacterias de la
flora intestinal que pueden degradarlo y derivar en un metabolito
potencialmente tóxico a dosis altas, algo bastante improbable siempre
que se observe la correspondiente IDA.
Acesulfamo k
El azar tuvo de nuevo mucho que ver en el descubrimiento
del acesulfamo-k o potásico en 1967, aunque en este caso fue un azar
algo menos azaroso, ya que el entorno de los laboratorios
químico-farmacéuticos Hoechst AG favoreció el hallazgo. Así, el acesulfamo-k, es a día de hoy otro edulcorante autorizado
que podemos encontrar bajo el código E 950; siendo unas 200 veces más
dulce que el azúcar de mesa. En combinación con otros edulcorantes
–aspartamo y sucralosa principalmente– presenta un efecto sinérgico de
dulzor, lo que minimiza uno de sus principales defectos: un retrogusto
metálico en boca.
Entre sus ventajas frente a otros edulcorantes, por ejemplo
el aspartamo, destaca el ser una molécula bastante estable al calor con
independencia del pH del alimento, lo que le permite usarlo también en
productos horneados. Lo encontramos con frecuencia en bebidas
carbonatadas, medicamentos –lejos quedan las soluciones de Mary Poppins– preparados de proteínas, etcétera.
El acesulfamo-k tampoco se digiere ni se metaboliza,
eliminándose a través de la orina. Su Ingesta Diaria Admisible está
fijada en Europa en 9 mg por kilogramo de peso corporal a pesar de que
la administración norteamericana (FDA) y el panel de expertos de la
OMS/FAO la han situado en 15 mg/kg. Tiene el honor de ser de los pocos
edulcorantes sobre los que no planea ninguna leyenda apocalíptica.
Aspartamo
Vamos con el edulcorante con peor fama, aunque con unas
pruebas, –siendo generosos– circunstanciales. De nuevo la casualidad
tuvo mucho que ver en su identificación: se dio con él mientras se
experimentaba un fármaco contra las úlceras. Corría el año 1965 en la
empresa farmacéutica G.D. Searl and Company, posteriormente adquirida
por Monsanto –quizá de aquí derive parte de su leyenda– que en el año
2.000 se deshizo de las dos marcas (NutraSweet y Equal) bajo las que comercializaba el aspartamo vendiéndoselas a otras dos empresas: J.W. Childs y Merisant.
En este tiempo se ha convertido en la bestia negra de todos
los edulcorantes, aún estando aprobado en Europa y EEUU, en este caso
con el código E 951. A pesar de eso, empresas como PepsiCo, presionadas
por la (indocumentada) opinión popular decidieron el año pasado
eliminarlo de todos sus productos –tal y como señalé en este artículo–
y apostar por edulcorantes supuestamente más sanos (en realidad,
buscando un alivio en el maltrecho balance de cuentas de la marca).
Hace poco que la EFSA revisó su autorización, concluyendo que era y sigue siendo seguro,
y estableciendo su IDA en 40 mg por kilogramo de peso corporal. Para
que te hagas una idea, para superar esta cifra deberían consumirse más 4
litros de bebida con el máximo de aspartamo permitido -600 mg/L-
diarios, durante todos los días de una vida en el caso de un adulto de
60 kg de peso (la IDA, además, está propuesta con amplios márgenes de
seguridad en todos los casos).
El aspartamo es desde el punto de vista químico un
dipéptido –formado por la unión de dos aminoácidos, el ácido aspártico y
la fenilalanina– que endulza 200 veces más que la sacarosa. Este
edulcorante sí se digiere, siendo absorbidos sus dos aminoácidos
constituyentes tal y como lo harían si provinieran de cualquier otra
fuente alimentaria proteica (carne, pescado, huevos, legumbres…). Por
tanto, técnicamente sí aporta calorías, pero dadas las ínfimas
cantidades en las que se utiliza (menos de 1g por litro) y debido a su
alto poder edulcorante, el monto es insignificante.
A quienes argumentan que el aspartamo es cancerígeno, les invito a leer este artículo, y también a valorar la información que nos traslada la Asociación Internacional de Edulcorantes cuando dice que un zumo de tomate aporta seis veces más de metanol que la misma ración de un refresco que contenga aspartamo.
Sucralosa
Las investigaciones llevadas a cabo en 1976 sobre ciertas
aplicaciones industriales de compuestos sintéticos de la sacarosa
propiciaron el hallazgo –fortuito, de nuevo– de la sucralosa. Se trata
de un edulcorante 600 veces más dulce que el azúcar sin demasiadas dudas
respecto a la seguridad en su uso. Recibe el código E 955 en Europa, y tiene asignada una IDA máxima de 15 mg/Kg.
Su empleo por parte de la industria alimentaria está
bastante extendido, pudiendo encontrarlo en una amplia variedad de
alimentos procesados. La sucralosa apenas es absorbida en el tracto
digestivo, y la poca que se absorbe es eliminada por la orina a través
de los riñones. Resiste hasta cierto punto las altas temperaturas, pero
no carameliza como el azúcar, como ningún otro edulcorante de los aquí
mencionados.
Glicósidos de esteviol (stevia)
Quizá a algunos les extrañe la presencia en esta lista del
edulcorante (mal) conocido como stevia. ¿Acaso no era natural? Pues
según se mire. La planta de la que se extraen los glucósidos de
estiviol, a saber, Stevia Rebaudiana digamos que sí es natural en el sentido habitual del término (por muchas aristas que presente). Sin embargo, el aditivo alimentario conocido como glicósidos de esteviol,
aprobado en Europa en 2011, comercializado en la actualidad con
distintas marcas y al que recientemente se le ha atribuido el código E
960 tiene poco de natural.
Su obtención requiere de la desecación de la planta,
posteriormente sometida a una extracción húmeda a 60ºC de muchos de sus
principios activos, nanofiltrados y cristalizados mediante evaporadores
de vacío. Tal y como se pregunta Aitor Sánchez en su blog,
¿qué tiene este proceso de natural? El producto resultante es entre 200
y 300 veces más dulce que el azúcar y es estable al calor y a
variaciones razonables del pH, aunque no es fermentable.
Según algunas fuentes la Stevia Rebaudiana ya se
utilizaba hace 1.500 años por parte de las poblaciones guaraníes de
Sudamérica, pero no fue hasta 1931 cuando se aislaron aquellos
compuestos que aportaban su característico sabor y se empezó a utilizar
de forma industrial por algunos fabricantes y países, ya en los 70. En
la actualidad, Japón es uno de los países que más tradición tiene en el
uso de los glicósidos de esteviol, llegando a acaparar el 40% del mercado mundial.
Su IDA referida en Europa
es de 4 mg por kilogramo de peso corporal, lo que lo convierte en el
edulcorante con la menor cantidad diaria admisible, a pesar de ser
supuestamente natural. En cuanto a su metabolización, los glicósidos de
esteviol se descomponen en el intestino en esteviol y este, una vez
absorbido, es expulsado por la orina como glucurónido de esteviol.
Desgraciadamente los supuestos beneficios que las terapias
alternativas han adjudicado al uso de la planta tal cual, se han
trasladado sin ningún fundamento al aditivo. Entre ellos el ser capaz de
curar la diabetes,
lo cual es una auténtica burrada (aplicándolo tanto al edulcorante como
a la planta). Además, el uso comercial de la planta con fines
alimentarios no está autorizado en la Unión Europea.
La razón es bastante clara: además de los consabidos glucósidos de esteviol, la Stevia r.
contiene otros componentes con actividad farmacológica, alguno de ellos
con clara actividad hipotensora y otros capaces de provocar
infertilidad. Al usar la planta al completo, no se puede elegir que unos
compuestos hagan el efecto deseado en cada momento, pero el resto no.
¿Entonces, cuál de estos edulcorantes es más aconsejable?
Los edulcorantes, ya sean acalóricos o bajos en calorías no
acaban aquí, hay muchos más. No hemos mencionado los polialcoholes
(xilitol, maltitol, sorbitol) ni muchos otros más actuales (neotamo,
neohesperidina DC, taumatina) pero mucho menos populares que los
protagonistas de hoy. En general, con el tema de los edulcorantes hay
bastantes controversias entre las consideraciones legales que hacen de
ellos las distintas administraciones sanitarias.
Aquella que en mi opinión debería ser la guía alimentaria de referencia
no menciona ninguna bondad en la utilización de este tipo de
soluciones, ni tampoco del azúcar, del que invitan a alejarse. Así pues,
el grueso de la planificación alimentaria debería pasar por encima del
tipo de alimentos susceptibles de incluir edulcorantes, salvo un par de
excepciones.
Por un lado estaría su utilización como sustitutos del
azúcar de mesa a la hora de endulzar un café o infusión, en cuyo caso
puedes optar por el que más te guste: todos son seguros dentro de un uso
racional. A título personal diré que a mí la sacarina es la única que
me convence –o la que menos me disgusta– por cuestiones meramente
organolépticas. Por otro lado destacaría su uso en chicles, caramelos y
productos afines ya que suponen un aliado importante en la prevención de
la caries dental.
Por todo lo demás mi recomendación es que trates de evitar tanto
aquellos alimentos que contengan azúcar en su composición como los que
incluyan sustitutos del mismo y es que… ¿te has parado a pensar que el
perfil nutricional de los alimentos susceptibles de usar edulcorantes no
es, ni mucho menos, el más indicado dentro de un patrón de alimentación
saludable, lleven o no azúcar?
EL COMIDISTA/EL PAÍS, Lunes 18 de enero de 2016
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