ELVIRA LINDO
Para aplacar la murria que invade el ánimo la tarde de Año Nuevo
salimos a cenar. La tarde de Año Nuevo contiene la murria de los
domingos en dosis elevadas, así que lo mejor que se puede hacer es
tirarse a la calle y buscar una taberna. La encontramos en la Cava Baja,
una trattoria donde servían vino áspero del sur, de ese que tanto le
gustaba a James Bond, y pasta de la de verdad. El local estaba tan
animado que hasta se olvidaba el empeño maléfico del tiempo en hacernos
viejos. Había muchas rusas, o a mí me parecían rusas, que lucían
vestidos a lo Pedroche,
pero con suficiente tela como para permitirse el lujo de llevar bragas,
que es algo que siempre consuela en estos días invernales. Iban
acompañadas, las rusas, de unos tipos de esos que te regalan un anillo y
te entran ganas de salir huyendo. Eran españoles, ellos, de esos
españoles a los que les gustan tanto las eslavas. No se trataba,
entendámonos, de un ambiente estrictamente familiar, pero ¿quién en su
sano juicio querría encontrar fuera de casa lo que tiene ya dentro y en
abundancia?
Había, sí, una familia en el sentido ortodoxo del término y nos tocó
al ladísimo, acaparando todo nuestro campo visual. ¡Fuera rusas y
Sopranos!, lo que teníamos delante eran un padre y una madre jóvenes con
dos criaturas, un chaval preadolescente y otro de dos añitos. El niño
de dos miraba en el iPad una peliculilla de esas para bebés; igual de
hipnotizada se mostraba la madre que andaba chateando a la velocidad del
sonido y no le andaba a la zaga el preadolescente, que tenía el cuello
doblado, de tan absorto que estaba en el móvil. El padre, tal vez porque
su iPhone se había
quedado sin batería, miraba al vacío. Cuando la camarera se acercó a
tomar nota de la comanda, la madre pidió sin levantar la vista de la
pantalla. Para qué. En un principio, pensé que los padres estaban
enfadados y que la actitud de la madre, tan desabrida, se debía a que
estaba de morros con el marido. Eso al menos era lo típico en el siglo
XX: cuando los padres se enfadaban hacían lo posible por no dirigirle la
palabra a la pareja. Cuántas veces no tuvieron mis padres
conversaciones por persona interpuesta, siendo yo, en concreto, la
interpuesta. Pero la actualidad ofrece ventajas enormes: la falta de
atención a tu pareja no tiene por qué significar hostilidad alguna. Este
padre en cuestión parecía entender que a veces lo que se ve en la
pantalla de un móvil es mucho más interesante que lo que se tiene
delante de las narices.
Seguramente porque pertenezco a esa estirpe de madres asquerosamente
antiguas que pensaban que si decides llevarte al niño a un restaurante
es porque vas a interactuar un poquito con él, lo de los dos niños me
parecía sangrante. Entiendo que exige un esfuerzo, que hay que
enseñarles a esperar, a disfrutar de una comida que no es la de casa, a
sentarse adecuadamente y a tener paciencia para llegar al postre. Lo más
cómodo, desde luego, es librarse del niño colocándole una pantalla
donde debería estar el plato. Hasta hace nada los padres recurrían a las
pantallas para poder charlar tranquilos, pero hay ahora otra vuelta de
tuerca: la charla de los papás se ha quedado obsoleta, ahora los entretienen
con la pantalla a fin de seguir ellos con la suya sin que nada les
perturbe. Es posible que dentro de tres años, cuando esa criatura vaya
al colegio, la maestra les comunique que el crío tiene dificultades para
atender. Y es que, ya se sabe, la realidad no cambia tan rápido como lo
virtual y percibirla precisa de un entrenamiento que nadie mejor que un
padre o una madre pueden liderar. El niño se educa en la escuela, pero
mucho antes, desde que nace, está siendo instruido, en cada pequeño
acto, a comprender lo que ve, a imaginar, a valorar también cada mirada
que se le dirige. En un restaurante, un niño adquiere incontables
habilidades; dejando a un lado los modales, también aprende a disfrutar
de la vida.
Hay cosas que veo tan claras que me imaginaba a mí misma acercándome a
la mesa, chasqueando los dedos para despertar a esa madre y a ese padre
ausentes, diciéndoles, “¿para qué habéis traído hijos al mundo? ¿qué
necesidad había? ¿no os dais cuenta de que les estáis privando de algo
tan esencial como prestar atención a lo que ocurre a su alrededor? ¿cómo
podrán ser seres sensibles, perspicaces, empáticos si vosotros nos les
enseñáis?”. Pero ese papel ejemplar no es para mí, en estos casos sólo
valdría la intervención de Superman, un superhéroe vintage
que lejos de dar lecciones morales, tomaría a las criaturas en sus
brazos y se los llevaría a otro mundo, al mundo real. Como cuando salvó a
aquel pequeño que había caído en las cataratas del Niágara, ¿se
acuerdan?
EL PAÍS, Sábado 9 de enero de 2016
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