MIGUEL ÁNGEL BARGUEÑO
¿Recuerda cuando fue padre por primera vez y le tuvieron un rato
esperando enfundado en una ridícula bata verde hasta que por fin le
dejaron entrar a presenciar el espectáculo? Ese día, mientras su pareja
empujaba, la criatura asomaba y usted, ubicado donde no pudiera
estorbar, esbozaba su sonrisa más cándida, empezó su papel de comparsa,
de tercero en discordia. Un parto, claro, es esencialmente cosa de dos.
El bebé es la estrella, y la mamá quien sufre en sus carnes el proceso
mientras su mente soporta el estrés de la situación. Depresión posparto,
cambios de humor, episiotomía, distensión del suelo pélvico, grietas en
los pechos, estrías en la barriga: todas estas cosas le pasan a ella. ¿Y a nosotros? Evidentemente, los hombres también sentimos cosas en esa fase excepcional. No sólo emocionales.
Quizá, en ese trance, tenga la sensación de que el gimnasta sexual
que un día fue ha desaparecido en combate. Vamos, que no tiene ganas.
Tal vez haya percibido cómo su temperamento sufre altibajos: tan pronto
se vuelve tan dulce como una yema de Santa Teresa como se irrita, al
encontrarse desplazado y con sus rutinas trastocadas. Todo esto es
perfectamente normal y se debe a un proceso que empieza a ser estudiado
científicamente: los partos también alteran las hormonas masculinas.
Bye, bye, testosterona
Un estudio publicado en 2011 por la Universidad de Northwestern,
en Illinois (EE.UU.), apunta que la testosterona huye en estampida
cuando tenemos descendencia. “En especies en las que los machos también
cuidan a los recién nacidos”, afirma el estudio, “la testosterona a
menudo es alta durante períodos de apareamiento, pero luego disminuye
para permitir el cuidado de la descendencia resultante”. Por si hay que
recordarlo, en los mamíferos masculinos la testosterona es la hormona
que estimula los rasgos y situaciones relacionados con el apareamiento,
como la musculatura, la libido, la agresividad y el cortejo. Otro
estudio, dirigido por investigadores de la Universidad de Indiana
(EE. UU.), más puntilloso, afirma que incluso el hecho de dormir en la
misma habitación que nuestro bebé influye en ese declive de la
testosterona.
Es evidente que, tras un parto, cada centímetro del cuerpo de la
mujer es perfectamente consciente de su transformación, pero ¿cómo saben
las hormonas masculinas que hemos sido padres o con quién compartimos
habitación? El endocrinólogo Manel Puig, presidente de la SEEN
(Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición) lo explica: “Las
hormonas tienen un control cerebral: en concreto las de las gónadas [las
glándulas que producen las células y hormonas de la función
reproductora] están sujetas a una regulación en una zona del hipotálamo,
la cual tiene conexiones cerebrales múltiples. Ante una situación
vivencial concreta se pueden producir una serie de estímulos a nivel del
sistema nervioso central que modifiquen la secreción hormonal”.
Esta fuga de testosterona puede empezar antes incluso del nacimiento
del bebé: la simple perspectiva de la etapa maravillosa que se nos viene
encima puede provocarla. “Cualquier situación que cognitivamente sea
previsible puede generar una serie de modificaciones orgánicas, entre
ellas las hormonas”, añade el doctor Puig. “Exactamente igual que
ocurre, por ejemplo, cuando, antes de comer, nuestro organismo pone en
marcha mecanismos que condicionan la salivación”.
¿Cabe deducir, pues, que esa disminución de los niveles de
testosterona podría contribuir a dulcificar nuestro carácter en ese
periodo en que tenemos que dar la talla como padres? “A lo mejor. Sería
una interpretación muy simple, pero podría ser”, responde el
especialista. “La testosterona es una hormona que se liga a una serie de
efectos de anabolismo, de agresividad. Un nivel excesivo de
testosterona comporta una serie de cambios, nos vuelve más agresivos. En
consecuencia, se podría inferir que la situación opuesta pueda inducir
cambios a la inversa”. En todo caso, está por ver si esa bajada hormonal
se da por igual en hombres de todas las edades y procedencias. “A
partir de aquí todo es especulativo, pero perfectamente posible”,
apostilla.
Carrusel emocional
Si hay un punto de inflexión en la vida tanto de un hombre como de
una mujer es cuando se convierten en padres. La paternidad implica un
cambio de hábitos, que algunos pueden interpretar como una pérdida de
libertad. Obviamente, conlleva una serie de obligaciones logísticas:
desde educar y alimentar a los hijos hasta llevarlos al médico, al
colegio, reuniones de padres… Durante los primeros meses repercute en el
descanso de la pareja y modifica su relación: ¡hemos perdido el trono!
(ahora el bebé es el rey).
Cómo nos afecte todo ello depende de varios factores. “Tiene que ver
con nuestra personalidad y las metas vitales. En un hombre que siempre
ha deseado tener hijos los cambios van a ser menores”, expone Enrique
García Huete, director de Quality Psicólogos. “Por otra parte, si soy muy introvertido y necesito mi espacio, un hijo me puede crujir:
De repente hay una enorme cantidad de estímulos, se rompen mis rutinas,
ya no puedo leer el libro que quería leer… Lo mismo si soy muy
extrovertido y me priva de hacer muchas cosas. Ahí se pueden dar lo que
llamamos disonancias cognitivas, que se manifiestan en una sensación de
malestar por un lado, pero a la vez de comprensión, porque es nuestro
hijo”, señala García Huete.
Lo cual, a su vez, puede derivar en un estado de confusión: acabo de
tener un hijo, ¿no debería ser el hombre más feliz y entregado del
mundo? ¿Cómo es que estoy permanentemente enfurruñado? ¡Soy un mal
padre! Javier Robles, 48 años, creativo publicitario, pasó hace unos
años por ello: "Pasas de la felicidad más plena en el momento del parto a
una etapa complicada, en la que duermes poco, surgen discrepancias con
tu pareja respecto a cómo resolver algunos temas relacionados con el
bebé y tienes que renunciar a algunas cosas que te gustan".
“En aquellos hombres que quieren vivir su paternidad con
responsabilidad todo esto puede generar un sentimiento de culpa”,
confirma el psicólogo García Huete. Nos sentiremos frustrados, nos
pondremos de mal humor, y eso nos impedirá ejercer de padres con la
sonrisa exigible…, y entraremos en un desagradable círculo vicioso. El
papá Javier toma otra vez la palabra: "Por ejemplo, dejé de asistir a un
curso de inglés que me apetecía porque coincidía con la hora del baño y
la cena del bebé. Quería disfrutar de ese momento, pero renunciar a
algo que te gusta, aunque sea para hacer algo que te va a gustar más, no
es fácil. Algunas veces, a lo largo del día, me comportaba como un
gruñón".
Tercia Belén Luengo, 41 años, técnico de márketing, que cuenta su
experiencia: "Conocí una parte de mi pareja que no había visto. Es un
hombre cariñoso y detallista, y así se había comportado durante el
embarazo. Cuando nació el niño era también cariñoso, pero en algunos
momentos le notaba preocupado y un poco cascarrabias. Creo que no llegó a
asumir del todo que durante un tiempo su vida iba a cambiar. A medida
que el bebé crecía y él lo fue aceptando, volvió a ser el que era".
La mejor manera de evitarlo, recomienda el psicólogo, es tratar de mentalizarnos de esta nueva realidad antes de que la criatura llegue a nuestras vidas. “Si logramos anticiparnos de lo que va a suponer, los efectos emocionales son menores”, asegura. Claro que la realidad supera siempre las expectativas. En cualquier caso, con el paso de tiempo recordaremos esos días como los mejores de nuestras vidas. Con esa idea en mente, seguro que podemos con todo.
La mejor manera de evitarlo, recomienda el psicólogo, es tratar de mentalizarnos de esta nueva realidad antes de que la criatura llegue a nuestras vidas. “Si logramos anticiparnos de lo que va a suponer, los efectos emocionales son menores”, asegura. Claro que la realidad supera siempre las expectativas. En cualquier caso, con el paso de tiempo recordaremos esos días como los mejores de nuestras vidas. Con esa idea en mente, seguro que podemos con todo.
EL PAÍS, 16/06/2015
Mujer y hombre mostrando sus respectivos 'embarazos'. / Getty Images
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