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Cuando los padres no son equipo: ¿qué hacer cuando hay diferencias en la forma de educar?

OLGA CARMONA
La pareja la forman dos personas que tienen biografías, personalidades, maneras de ver el mundo muy diferentes. Parece lógico pensar que cuando se decide iniciar un proyecto común de trascendencia vital, como es formar una familia y ocuparse del desarrollo y cuidado de los hijos, tienen la suficiente compatibilidad como para que ese proyecto sea viable y en él quepa y predomine como una prioridad la tarea de educar a un ser humano vulnerable, indefenso y necesitado de referentes tanto como de alimento y ternura. Sin embargo, y por desgracia, esto solo ocurre en la minoría de las familias. No tenemos ni idea de lo que significa tener un hijo antes de tenerlo y el aterrizaje que ambos miembros de la pareja hacen en la mater-paternidad es poco predecible. Y así, nos encontramos con que nuestra pareja, con la que hasta ese momento todo parecía fluir, no está de acuerdo en muchas de las cosas que atañen a la educación de los hijos, lo cual genera distancia afectiva, desencuentros, soledades y mucha frustración. Es sin duda, uno de los desafíos más difíciles de gestionar, pero también una oportunidad enorme de crecimiento y aprendizaje si lo hacemos desde la humildad y la empatía.

Dado que no podemos cambiar la historia de cada cual, ni tampoco cómo fuimos maternados, lo que sí podemos hacer es tratar de mirar hacia adelante, teniendo presente lo que nos jugamos y siendo capaces, sobre todo, de negociar, entendiendo que los dos estamos aprendiendo, que educar a un hijo es la tarea más difícil que encararemos a lo largo de nuestra vida y que los procesos de toma de conciencia y de aprendizaje de cada persona tienen una velocidad diferente. Se trata de ver al otro como un compañero, un cómplice, un apoyo y no como un enemigo. Partimos de dos premisas básicas que no debemos perder de vista: ambos padres amáis por encima de todo a vuestros hijos y no queréis dañarlos, y que tú elegiste a la otra persona y la consideras honesta y con capacidad de aprender.
Con todo esto por delante, algunas sugerencias para facilitar la cotidianidad serían:
  • No corrijas ni des charlas magistrales sobre cómo deben hacerse las cosas al otro, ni delante de los niños, ni detrás. No hay verdades absolutas, ni porque lo diga un libro ni porque así lo hacía tu padre o madre.
  • No tomes decisiones sobre la marcha. Posponlo hasta hablar con el otro y tratar de alcanzar acuerdos, por mínimos que estos sean. Siempre hay lugares comunes y lo inteligente es poner el foco en lo que nos une, no en lo que nos separa.
  • Maneja las expectativas y aléjate de la perfección. No existe y, menos aún, a la hora de educar. La idea es hacer las cosas de la mejor manera posible, que no será óptima ni perfecta, pero será tu mejor jugada. Revisa, no te conformes y trata de hacerlo mejor mañana.
  • Todos tenemos limitaciones. Hablarlas, saber cuáles son las de tu pareja y las tuyas a la hora de educar, conduce a saber en qué momento debe intervenir cada cual.
  • Ponernos límites, de la misma manera que se los ponemos a los hijos. Dejar explícitamente claro cuáles son las acciones no tolerables por el otro y qué fronteras no se pueden traspasar.
  • Es fundamental no ver al niño como el causante de los problemas, idealizando la vida anterior a la llegada de los hijos, subrayando las dificultades y no la riqueza y oportunidad emocional de esta nueva etapa.
  • Confía en tu pareja. Hay muchas maneras diferentes de educar y salvo aquellas que incluyen maltrato físico o psíquico, no se ha descrito en psicología que un determinado estilo de crianza produzca un resultado inequívoco. Por suerte, no existe el determinismo, solo la influencia.
  • Ayuda a tu hijo a que entienda que mamá y papá hacen algunas cosas de manera diferente y trata de realzar lo positivo del otro y no enfatizar sus zonas oscuras. La prioridad es el niño, no nosotros. Y debemos hacer todo lo posible para que crezca con la mejor versión de sus padres, aún conociendo sus limitaciones.
  • Hablad de ello, de vez en cuando, de forma serena, no como reacción a un desencuentro o una bronca. Quedad para hablarlo en un contexto diferente del propio hogar, sin niños, con inteligencia, buscando acuerdos, recordando lo que os une y la importancia de ser lo más coherentes y coincidentes posible.
  • Evitad la polarización, la vieja historia del “poli bueno y poli malo”. El niño nos tiene que ver como equipo, no como posibilidades individuales de conseguir algo. Es negocio para él a corto plazo, pero abre una grieta que se ensancha con el tiempo y luego ya no se puede saltar.
Es imprescindible entender que no se trata de “tener razón”, ni de ser el “que más sabe de esto”, tampoco de confirmar lo “equivocado que está el otro”. Se trata de poner el amor por encima de nuestra biografía y de nuestra necesidad de alimentar el ego. Se trata de ponerse en el lugar de los hijos y darnos cuenta de que nos están mirando. El mundo es filtrado a través de nosotros. Aprenderán a relacionarse según nos relacionemos entre nosotros y con ellos, aprenderán a negociar según seamos capaces nosotros de incorporar esta herramienta esencial en nuestra cotidianidad, aprenderán a respetar si viven con respeto, en definitiva, construirán una imagen de sí mismos y de los otros con lo que seamos capaces de ofrecerles.
EL PAÍS, Martes 27 de septiembre de 2016

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