CATERINA COSGROVE
Cuando era joven, nunca
quise tener un hijo. Las chicas a las que conocía se acercaban a los
cochecitos de bebé para hacerles carantoñas a los niños; mientras que a
mí me parecían más interesantes los perros. Y luego cumplí los treinta. Y
en lo único que pensaba era en bebés. Veía mujeres embarazadas por
todas partes. Con mi característica obsesión por el orden -que Freud
atribuiría a la falta de gratificación durante la fase anal-
dejé la píldora, empecé a llevar una dieta más equilibrada, a dormir, a
hacer ejercicio y a seguir mi ciclo de ovulación, y me quedé embarazada
a los tres meses.
Estaba enamorada de mi hija. Disfruté dándole
el pecho. Me tumbaba con ella cuando dormía, me deleitaba con los olores
y los sonidos que emanaba. Estaba deseando enseñarle mi versión de este
mundo tan diverso e increíble. Pero al mismo tiempo estaba
desorientada, fuera de control, inmersa en ella como una aspirina en un
vaso de agua. No quedaba nada de mí. De la persona que una vez había
sido. Este remolino de adoración incondicional había absorbido mi
identidad como individuo, como mujer, como escritora y como las miles de
cosas que valoraba profundamente. Ya no era una; era una y dos. Y no
pensaba que me gustara mucho.
¿Soy
una egoísta? ¿Soy una mala madre? El tema del hijo único puede ser
delicado y espinoso. Desde que nació nuestra hija en 2005, mi marido y
yo no hemos vuelto a hablar seriamente sobre tener otro hijo.
Tácitamente, profundamente, ambos nos dimos cuenta de que con uno era
suficiente. Y eso incita a preguntar: ¿Por qué? La gente decide parar de
tener hijos por varias razones: dificultades económicas, problemas de
fertilidad, enfermedades, por centrarse en su carrera o por haber
formado la familia siendo más mayores. Algunos son padres solteros,
otros piensan en el medio ambiente y en la superpoblación o en los
recursos que se agotan. Yo también comparto la idea de que nuestro
planeta no puede albergar a más gente. Tengo un problema de salud que
hace que el día a día sea más difícil en ocasiones. Pero no creo que esa
sea la razón por la que no quiera tener más hijos.
En muchos
aspectos, crecí como si fuera hija única. Mi hermana era ocho años mayor
que yo, así que, en esencia, su vida estaba separada de la mía. Me
pasaba las horas leyendo, escribiendo, dibujando e imaginando. Mi
conciencia estaba entrelazada con las conversaciones y las
preocupaciones de los adultos; mis padres y mi tía y mi abuela, que
vivían al lado. En el otro extremo, mi marido es el mayor de cinco
hermanos. Mi exmarido era uno de los hijos medianos de una tribu de diez
hermanos. Ambos vivieron infancias de salvajadas darwinianas y de
diversión desenfrenada, aislados de sus padres. ¿Que si sus historias de
travesuras y caos me asustan? Puede que sí. Yo ansío estar a solas,
visceralmente, a diario. Necesito tiempo para pensar (o para no pensar),
respirar, crear y ser. De pequeña, me acabó encantando tener ese
espacio; y ahora lo necesito más que nunca.
Las parejas que
conozco me han confesado que han intentado tener otro hijo para "darle"
un hermanito a su primogénito. Muchos hablan de la presión de amigos y
familiares bienintencionados. Muchos de nosotros seguimos creyendo que
los niños que tienen hermanos son más felices, se sienten menos solos y
son más estables. Y posiblemente se pueda demostrar que esto es cierto a
algunos niveles. Aunque también tiene sentido el razonamiento de que
cuantos más niños hay en una familia, menos dinero, tiempo, energía y
atención emocional y física hay para cada uno. Ese es el aspecto
negativo ignorado de una familia numerosa. Mientras tanto, el número de
familias con hijos únicos está aumentando en los países desarrollados.
¿Y
qué pasa con el hijo único? Según la sabiduría popular, el hijo único
puede estar excesivamente apegado a sus padres, puede ser tímido e
introvertido o, por el contrario, narcisista, mimado y egoísta.
Independientemente de la dirección que tomen sus neurosis, todo el mundo
sabe que son disfuncionales, extraños. ¿O es que todas estas cosas son
habituales? De acuerdo con los múltiples estudios que ha llevado a cabo
desde los setenta y los metaanálisis de datos de 1925 en adelante que ha
realizado la profesora Toni Falbo,
los hijos únicos muestran marcadores de autoestima, motivación,
resiliencia y éxito más altos a nivel mundial que aquellos que tienen
hermanos. Pero tienen más probabilidades de divorciarse (no estoy segura
de si esto es algo bueno o algo malo).
Los hijos únicos tienen un cociente intelectual más alto, según un estudio
para el que se realizó un seguimiento durante veinte años a 3000
adolescentes estadounidenses. Demostraban tener un vocabulario más rico y
mayor facilidad verbal y capacidad cognitiva; como efecto secundario de
conversar igualitariamente con adultos en vez de ser relegados a la
"mesa de los niños" o de que sus padres simplifiquen los problemas y el
tono de la conversación para adaptarse a los niños. Me parece importante
añadir que esta precocidad puede tener también su lado negativo.
Pero
la razón por la que elegí -en realidad no, las cosas salieron así- ser
madre de una hija única no es ninguna de estas. Hice lo que me parecía
lo correcto para mí y para mi familia en ese momento. Me daban igual las
perogrulladas, o los constantes debates entre psicólogos e
investigadores sociales. Esto no es una competición. Los seres humanos
no pueden reducirse a estadísticas y cálculos sobre estados complejos
como sentirse contento, sentirse querido, experimentar la esperanza y la
desesperación. Ya sean hijos únicos o formen parte de una familia
numerosa, criamos a nuestros hijos lo mejor que podemos. Y una cosa de
la que no me cabe duda es de que, ahora mismo, mi pequeña familia de
tres miembros es suficiente para mí.
Este post
fue publicado originalmente en la edición australiana de 'The
Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.
Seguir a Katerina Cosgrove en Twitter:
www.twitter.com/katcosgrove
HUFFINGTON POST, Miércoles 14 de septiembre de 2016
Imagen: Cáceres, enero 2015
Comentarios
Publicar un comentario