JAVIER SAMPEDRO
El titular tiene una trampa: el concepto de “instinto”. Intentemos
escapar de ella. Instinto es una palabra fea en nuestros días. Nos
parece bien si se aplica a los animales, esas criaturas de Dios que se
pasean crudas por el campo y no piensan más que en comer, dormir y
copular. Pero en cuanto alguien la extiende al comportamiento humano se
gana los rayos y truenos de psicólogos y pensadores, corruptos y perroflautas,
tragasantos y ateos profesionales que, según parece, están dispuestos a
perdonarle a su propia conciencia cualquier cosa menos un sesgo
genético.
El hecho, sin embargo, es que nacemos condicionados por estrato sobre
estrato de sesgos genéticos, estructuras cognitivas innatas que nos
predisponen a uno u otro comportamiento, y a menudo por nuestro propio
bien. Las matemáticas son un gran legado de dos milenios de cultura,
pero se basan en una capacidad innata para el álgebra y la geometría que
compartimos con los monos y quién sabe con quién más. La física
newtoniana, sin menoscabo del genio de Newton, es más o menos la que
llevamos programada de serie en nuestros circuitos neuronales, la que
nos permite correr y saltar, tropezar y corregir o agarrar al vuelo las
llaves del coche que nos acaban de tirar a traición y por la espalda.
Entonces, ¿qué impide que las mujeres nazcan con un instinto maternal?
¿En qué disminuiría eso su condición humana?
El mejor ejemplo de instinto, en el sentido en que ese término
maldito puede aplicarse a la especie humana, es el lenguaje. Es evidente
que hablar español o chino no tiene nada que ver con los instintos o
las capacidades innatas. Depende por entero del entorno en que nazca
uno. Es la capacidad de aprender a hablar, a hablar cualquier
lenguaje, lo que constituye una habilidad grabada a fuego en nuestro
genoma. Por eso todos los seres humanos son capaces de aprender a hablar
cualquier lenguaje, mientras que será inútil torturar a un gorila o a
un perro para que lo hagan. Las capacidades cognitivas instintivas no
afectan al debate del determinismo genético. En realidad, no tienen nada
que ver con él.
No hay ningún problema de principio contra el instinto de tener niños.
Pero tampoco hay un dato sólido a su favor, y los indicios
circunstanciales indican más bien lo contrario. Tomemos el famoso “reloj
biológico” del que hablan muchas mujeres, que les haría desear tener
niños al acercarse al final de su periodo fértil. Hace medio siglo eso
ocurría al frisar los 30, y ahora llega bien entrados los 40. Y eso en
los países occidentales, porque hay culturas en que una mujer se
convierte en una solterona si cumple los 20 años sin haber tenido un
niño. Todo ello indica que el “reloj biológico” tiene muy poco de
biológico, y que la ansiedad del calendario se debe más bien a
condicionantes socioculturales.
Tendemos a pensar en términos de instintos cuando parece estar en
juego la supervivencia de la especie. El hambre, ciertamente, es un
instinto que compartimos con todo bicho viviente del planeta Tierra y
tiene la finalidad obvia de evitar nuestra extinción por inanición o
ascetismo. ¿No debería existir entonces un instinto similar para la
procreación? Desde luego que sí, pero no tiene que consistir
necesariamente en el deseo de tener niños. El mero deseo sexual ha
cumplido esa función durante la inmensa mayoría de la historia de la
especie. La píldora es un invento demasiado reciente para haber afectado
a la genética humana.
Hay todo tipo de argumentos sociales, culturales, económicos y
demográficos para tomar una de las decisiones más importantes de la vida
de una persona: tener hijos o no tenerlos. Por una vez, haríamos mejor
en dejar en paz a la biología. Buscaos otra excusa.
EL PAÍS, 28/02/2016
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