JOSÉ ANTONIO MARINA
Este fin de semana he participado, con queridos amigos como Forges, Peridis, Innerarity o Savater,
en un congreso sobre “la vida buena”, celebrado en la acogedora
Tudela. El castellano distingue con gran precisión entre “buena vida” y
“vida buena”, dando a esta un significado más profundo y una dimensión
moral. El congreso ha coincido con la celebración del día mundial de la felicidad.
Y es que la felicidad está de moda. Se ha convertido en reclamo
comercial, hay institutos de la felicidad y la “psicología positiva” ha
pretendido hacer una “ciencia de la felicidad”. No me extraña que el
fundador de esta psicología –Martin Seligman- se haya declarado harto de
la palabra, y pretenda sustituirla por “bienestar”. La “vida buena” me
parece un concepto más interesante.
Un objetivo fundamental de la educación es “enseñar a vivir”, asunto de sin igual importancia. ¿En qué puede consistir ese aprendizaje?
Mis lectores saben que me interesa la “educación del talento”, porque
me parece el marco educativo más integrador de que disponemos. Talento
es el buen uso de la inteligencia. De nada vale tener una inteligencia
portentosa, según los métodos que tenemos para medirla, si luego la
utilizamos desastrosamente. Robert Sternberg, uno de
los grandes psicólogos actuales, ha dirigido un interesante libro
titulado 'Por qué las personas inteligentes pueden ser tan estúpidas'. A
mi juicio, la respuesta correcta es: porque podemos ser inteligentes y no tener talento.
Tenerlo consiste en elegir las metas adecuadas, saber resolver
problemas, soportar el esfuerzo, valorar las cosas adecuadamente,
disfrutando de las buenas, tender lazos afectivos cordiales y mantener
la autonomía correcta respecto de la situación. No se trata de un
recetario, sino de desarrollar competencias. Hay talentos especializados
–para la música, la ciencia, el arte, los negocios, etc.– pero hay un
“talento general para la vida”. Como dijo Saint-Exupéry,
no podemos proporcionar soluciones a nuestros alumnos, sino despertar
en ellos las capacidades que les permitirán encontrarlas.
Las cosas pueden verse más claras si reconocemos que hay dos tipos de
felicidad. La felicidad personal y la felicidad social o, dicho más
técnicamente, la felicidad subjetiva y la objetiva. La felicidad
subjetiva, a la que solemos referirnos al usar la palabra, es una experiencia agradable,
intensa, en la que no echamos nada gravemente en falta. Cada persona
cifra su felicidad en una cosa diferente. Por eso, las ideologías
liberales insisten en que no se debe hacer nada para favorecer la
felicidad de los demás, salvo dejar que cada cual se busque la vida a su
manera.
Pero hay otra felicidad objetiva, que ya no es un
sentimiento, sino una situación. Son felices aquellas sociedades que
proporcionan un marco adecuado para que cada individuo pueda emprender
sus propios proyectos. Sucede algo parecido a lo que ocurre con la
salud. La salud es una cualidad personal, pero decimos que hay ambientes
sanos o sociedades sanas, porque colaboran a la salud de los
individuos.
No podemos ponernos de acuerdo en el objetivo de la felicidad
personal, pero sí en el modo de concebir la felicidad social, que es una
felicidad compartida. Nadie querría vivir en una sociedad donde no se
respetaran los derechos, en la que reinara el imperio de la fuerza, en
la que no existieran sistemas de ayuda. La política es la encargada de
trabajar para la felicidad social, a la que, en términos cotidianos,
denominamos “justicia”. Relacionar el concepto seco de “justicia”, con
el concepto cordial de “felicidad” me parece imprescindible. Ya lo hizo
el viejo Aristóteles que consideraba que la política era la ocupación
más noble porque se ocupaba de la felicidad común. Esa fue también la
idea de las revoluciones ilustradas. La declaración de Independencia de
Estados Unidos (1776) proclama que el fin del gobierno es “alcanzar la
seguridad y la felicidad”. Y en su artículo 13, la Constitución española
de 1812 afirmaba :”El objeto del gobierno es la felicidad de la nación”. Recogían una venerable herencia, porque ya Platón se ocupó de las leyes “que harían a una ciudad feliz”.
Insistir sólo en la felicidad personal puede fomentar un individualismo
exacerbado. Por eso me parece que debemos centrarnos en la educación
para la felicidad política, algo que, como la democracia, nos beneficia a
todos, pero nos exige a todos también. No es darse la buena vida, sino aspirar a la vida buena. Un tema adecuado para meditar en estos momentos.
EL CONFIDENCIAL, Martes 22 de marzo de 2016
Comentarios
Publicar un comentario