IVÁN GIL
Michael Moss, el ganador del premio Pulitzer en 2010 por una
serie de reportajes de investigación sobre la cadena de fallos que
provocó la comercialización de carne contaminada, ha vuelto a cargar
contra las “prácticas ocultas” de la industria alimentaria en su último
libro. Salt Sugar Fat: How the Food Giants Hooked Us (‘Sal, azúcar y grasas: cómo los gigantes de la alimentación nos han enganchado’) pone al descubierto las fórmulas químicas y los procesados a los que se someten los snacks y la comida rápida para que nos hagamos adictos a su consumo.
Varios
años de estudios y una inversión económica ingente han sido necesarios
para alcanzar una “vieja obsesión” de la industria alimentaria: “Provocar unos efectos cerebrales mediante la ingesta de ciertos alimentos que nos enganchen a ellos, casi de la misma manera que lo hace la cocaína”, apunta Moss.
Los
alimentos procesados no están fabricados con el objetivo de calmar
nuestro apetito. Más bien todo lo contrario, arranca el galardonado
periodista: “Su procesamiento está pensado para lograr el vínculo perfecto entre el consumo de estos alimentos y la sensación de bienestar,
al activar mecanismos cerebrales que nos hacen dependientes” y aumentar
así los beneficios de las multinacionales de la alimentación. Sal,
azúcar y grasas son la tríade de sustancias indispensables en todos
estos alimentos, cuya composición se ve alterada químicamente y su
cantidad se adapta según el país y la edad de los consumidores
objetivos.
Los aditivos de la discordia
“El punto de
la felicidad”, como denomina Moss a estas fórmulas, no solo aumenta el
riesgo de sufrir sobrepeso u obesidad, sino que incrementa las
posibilidades de contraer diabetes, asma y hasta esclerosis múltiple,
según los estudios de referencia que maneja el periodista. Durante los
tres años que empleó para elaborar la investigación, Moss consiguió
entrevistarse con un buen número de CEOs de las grandes compañías de
alimentación. Varios de ellos accedieron a su petición de probar los
productos antes de ser modificados o con variaciones en las cantidades de grasa, sal o fructosa.
De las galletas con menos cantidad de sal decía que sabían a paja, se
masticaban como si fuesen cartón y no tenían ningún gusto.
Definitivamente, “la sal que utilizan tiene poderes milagrosos en el
procesado”, ironiza.
La sal, al igual que el azúcar, también es refinada para potenciar su sabor y acelerar su metabolización.
“Una práctica que lleva más de dos décadas utilizándose para elaborar
las patatas fritas, y el principal ‘truco’ que las hace irresistibles”.Las
sustancias de los alimentos se alteran químicamente y se adapta la
cantidad de éstas según el país y la edad de los consumidores donde se
comercializan
No se trata solo de las grandes cantidades de
sal. La utilización de jarabe de maíz alto en fructosa, como sustituto
del azúcar, está incluido en la mayoría de estos productos. Una sustancia que desactiva la zona del cerebro encargada de regular el apetito. Así se reducen los niveles de las hormonas de la saciedad, provocando más hambre de la habitual.
Una reciente investigación de la Universidad de Yale, avalada por la American Medical Association, concluyó que el consumo de esta sustancia puede provocar hipertensión, gota o diarrea,
además de ser una de las principales causas del sobrepeso y la
obesidad. Las alteraciones en la composición del azúcar “son muchas y
muy variadas”, apunta el escritor. Los compuestos utilizados para
procesarlo pueden “potenciar su sabor dulce hasta en un 200 por cien”.
El mayor problema que causan estos aditivos para la salud, explica Moss,
es que el cuerpo no es capaz de metabolizarlos al igual que hace con el
azúcar natural. De este modo, “aumenta los niveles de grasa en sangre
asociados con las enfermedades cardiovasculares”.
La defensa de la industria alimentaria
Las
sensaciones que provocan los alimentos y los sentidos que despiertan
también estarían controladas por algunos de los fabricantes, a los que
Moss cita en su libro. Por ejemplo, para mejorar la sensación gustativa
al masticar “se modifica la distribución y la forma de los glóbulos de grasa en los alimentos”.
Todo ello para que la grasa actúe sobre el nervio trigémino y envíe
esta información directamente al cerebro, de forma que lo “engaña”
potenciando la sensación gustativa.
Los responsables de las
multinacionales de la alimentación a las que se alude en el polémico
libro de Moss no se han quedado callados ante sus acusaciones. Con los
resultados de varios estudios científicos en la mano, han contraatacado
manifestando que no existe evidencia alguna de que sus alimentos produzcan adicción,
ya sea a un producto procesado o a un aditivo en concreto. Asimismo,
negaron que se existiesen pruebas convincentes de que demuestren que las
personas con sobrepeso u obesidad sufran algún tipo de adicción a la
comida.
EL CONFIDENCIAL, 08/03/2013
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