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Así fue como mi hija y yo rompimos la ley


ALBERTO OLMOS
La tarde que decidí bajar a mi hija de cuatro años a la calle, le dije: “Si viene la policía, no nos conocemos. Ella no podía entender la broma, por lo que el plan era perfecto. La niña llevaba más de un mes sin salir de casa. Le había preguntado yo varias veces si le apetecía dar una vuelta, y siempre me había dicho que no. Finalmente, me vi obligado a sacarla. Infringir la ley era algo que yo no había hecho nunca en mi vida, pero esta vez se me fue la cabeza. “Hoy bajamos. Ahora mismo”, le dije; me dije, de hecho. Lo cierto es que me poseyeron ahí mismo unas ganas irrefrenables de desafiar el confinamiento. Iba a sacar a mi hija, sobre todo, porque estaba prohibido. Si usted forma parte de la Policía Nacional, tenga en cuenta que negaré esta confesión por la vía rápida. Diré que es literatura, como todo. Como el CIS.

Ser un padre coraje que rompe la ley por el bien de su hija no te sucede todos los días. “Soy Denzel Washington”, pensaba, ya flipando, “soy sexy, soy negro, y grito: ¡todos los policías son unos bastardos!” Omar Little robaba heroína con una escopeta en la mano. Yo le iba a superar: llevaba a una niña. Sembraríamos el terror en todo el barrio mientras comentábamos el último episodio de Peppa Pig.
Fue sencillo bajar aquel día los cuatro pisos de escaleras y plantarnos ante la puerta del inmueble, que abrí tras inspeccionar a conciencia la calle. El primer paso en la acera eran 601 euros de multa. Dimos ese paso. Y luego muchos más. La libertad destiló entonces su sabor exacto: el sabor de lo correcto. Anduvimos por la acera, unos veinte metros, hasta llegar a la esquina. Doblamos para entrar en el callejón que discurre entre la parte trasera de nuestro edificio y el cementerio colindante. Esto es Carabanchel, tenemos más cementerios que Gotham City. No había nadie en el callejón, la niña echó a correr. Yo eché a correr. La dejé ganar dos veces. Todo salió según lo planeado. No podíamos ser vistos. Golpe maestro. Eran las cuatro de la tarde y lucía el sol.
Volvimos a casa por el mismo camino, subimos por las escaleras y nos descalzamos 'ad portas'. Nada más entrar, fuimos a lavarnos las manos. Habían sido unos 17 minutos de delito. Se tarda más en robar un banco o en tomar posesión de un ministerio. Diecisiete minutos fuera de la ley. Lo único que le voy a dejar a mi hija cuando yo muera son estos bonitos antecedentes penales.
En los días siguientes, la calle volvió a ser propiedad de la policía, los 'riders', los transportistas y los paseadores de perros. Es mayormente lo que hemos visto desde las ventanas. El perro, según parece, ha sido el salvoconducto o motivo inmejorable de estos tiempos oscuros, y yo creo que el oficio de pasear perros habrá pasado ya a la historia, como el de los organilleros o aquella cursilería de regalar abrazos. Quien tenía un perro que paseaba otro no sabía que el otro paseaba su libertad. Ha tenido que venir el apocalipsis para que lo comprendiera. La libertad quedará ya por siempre asociada a ver a cagar a Trosky.
La verdad es que yo no sabía que los perros necesitaban salir de casa tres veces al día. Con todo, no ha habido una sola ocasión en que me asomara a la ventana en que no viera uno. Los dueños de los perros sabían desde el primer momento que sus paseos estaban permitidos. No debían abusar, sin embargo. Pasear perros es sencillo: la correa, unas bolsas de plásticos, ir y venir. No parece que hayan dado problemas, estas salidas.
Pasear niños, sin embargo, era complicadísimo. Los niños caminan sobre dos pies, lo cual cambia mucho la cosa; y además hablan. ¿Cómo sacarlos de casa sin que generen el caos? Realmente había que pensárselo dos veces antes dejar salir a una niña de cuatro años de su casa. Quién sabía la que iba a montar.
Días después de llevar a mi hija por la senda del mal, leí en prensa una entrevista con un experto. La leí porque el experto lideraba un comité de ocho miembros que trabaja aún hoy en encontrar la manera de que los niños salgan de sus casas. Con los perros no hizo falta ningún comité, bastó con el sentido común. Con los niños, queda una semana antes de que ocho expertos, pediatras, entiendo, den con la fórmula para esa compleja operación según la cual un padre toma de la mano a su hijo y lo lleva a dar una vuelta a la manzana. Hacen falta ocho expertos, y muy reputados, para ver cómo coño hacemos para dar esa vuelta a la manzana. Los niños no aquejan el virus, pero lo pueden llevar dentro, y contagiárselo a otras personas. A quién, debemos preguntarnos. Principalmente —digo yo—, a los pederastas.
Si sales con tu hijo a la calle, los pederastas lo van a pasar muy mal, amigos. En general, a los niños no los toca nadie salvos sus padres. Pero, ¿por qué arriesgarse? El Estado está para velar por la salud de todo el mundo, también por la de los pedófilos. Así, tenemos a un comité de ocho pediatras buscando la manera de que tu hija no contagie de coronavirus a un señor que le quiera oler el pelo. Así está el patio.
El experto, que llevaba en la entrevista el jersey oficial de experto del PSOE, un jersey como de haber acabado por fin el COU, dio dos o tres pinceladas sobre cómo sería la salida de chiqueros de los chavales. A saber: irían con un adulto, sin patinete y con mascarilla si puede ser. Eso era todo. Ahora hacen falta muchas horas de trabajo y muchas entrevistas en 'El País' para, finalmente, decirle al Gobierno que los niños pueden salir con un adulto, sin patinete y con mascarilla si puede ser y, claro, una hora como mucho y por las inmediaciones del lugar donde vivan. Entonces el Gobierno se tomará una semana para aprobar esta medida técnicamente intrincadísima y los niños podrán salir de casa después de dos meses, y sin acordarse de para qué servían las calles. Todo si la comunidad autónoma donde vives no lo ve de otra manera. El virus eran ellos, recuerden.
¿Quién controla a los niños en la calle? Esto es lo que se pregunta la gente de bien ahora mismo en España. Un niño en la calle es como un toro en San Fermín, que va por ahí corneando a lo loco; corneando coronavirus. ¿Quién controla a los niños en sus casas? Esto no se lo ha preguntado nadie.
Primero fueron los chinos, luego los madrileños, ahora los sanitarios mismos si viven en tu edificio y siempre, siempre los niños. Malditos contagiadores sin escrúpulos. Los padres somos capaces de cuidar dieciséis horas seguidas cada día y a puerta cerrada y durante semanas y semanas de nuestros hijos, pero no somos capaces de tomarles de la mano y llevarles a dar una vuelta a la manzana sin que se besen, se escupan o se tosan con los cuatro completos desconocidos que se cruzarán, con suerte, en todo su paseo. Somos así, los padres. Mi hija, si una cosa echa de menos en concreto en esta vida de apocalipsis, es justamente salir ahí fuera a manosear a la gente. No lo hizo nunca, pero ahora no piensa en otra cosa. Quiere mataros con su amor.
Pero no se podía salir. Lo decían los expertos, esos que hasta ahora, en su venalidad, no han servido para nada. Lo decía un Gobierno que ni sabe contar los muertos.
Nos lo dicen a nosotros —los que cuidamos de los niños— aquellos que lo único que han dejado claro con esta crisis es que no sabían cuidarnos.
EL CONFIDENCIAL, Miércoles 22 de abril de 2020
Imagen: El Confidencial

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