RAFAEL GUERRERO
Hace unos días tuve el privilegio, junto con unos cuantos colegas de
profesión, de ver y escuchar en un Live de Instagram a dos de mis
referentes profesionales: José Luis Marín y Begoña Aznárez, presidente y
vicepresidenta, respectivamente, de la Sociedad Española de Medicina
Psicosomática y Psicoterapia, a la que tengo el gusto de pertenecer. En
este psicocafé nos hablaron de las fases del duelo y hoy me
gustaría dedicar mi artículo a hablar sobre las etapas por las que
transitamos cada vez que perdemos algo. Y qué mejor momento que ahora
para reflexionar en relación con lo que hemos o estamos perdiendo.
La
tristeza tiene muy mala fama en nuestra sociedad. Es una pena, nunca
mejor dicho. Desde que son bien pequeñitos, no dejamos a nuestros hijos
que sientan, experimenten y gestionen su tristeza. Esto es más acusado
en los niños, y no tanto en las niñas, porque como decía Miguel Bosé en
su famosa canción “los niños no lloran, tienen que pelear”.
Directamente les extirpamos su tristeza, no les permitimos que la
expresen. Sin ir más lejos, no hay más que ver cómo es el personaje de
Tristeza en la famosa película de “Del revés” (Inside Out):
baja, fea, gordita y con gafas. ¿Y cómo es Alegría? Todo lo contrario.
Dada la sociedad en la que vivimos, la inhibición a la que estamos
acostumbrados de las emociones desagradables y los “estereotipos
emocionales” se hace muy difícil aceptar y elaborar las constantes
pérdidas que experimentamos en el día a día. A esto lo llamamos duelo.
El
duelo es un proceso natural y sano que nos ayuda a aceptar la pérdida
que hemos sufrido. Dicha pérdida no se limita exclusivamente a la muerte
de un ser querido sino que se hace extensiva a cualquier otra
circunstancia: podemos perder un objeto, un valor como la libertad o la
intimidad, hemos sido abandonados, una ruptura sentimental, un despido
laboral o, hasta incluso, mudarnos de casa o de ciudad. Todas estas
situaciones implican un cambio y todo cambio implica un duelo, seamos
conscientes o no y en mayor o en menor medida. Si paramos a reflexionar
por unos instantes, nos daremos cuenta de que a lo largo de un “día
estándar” hemos perdido algo. Cada vez que elegimos algo, también
perdemos otras alternativas. Es ineludible. Esa pérdida necesita de un
proceso y es muy sano que seamos conscientes de qué elegimos y,
consecuentemente, qué rechazamos. Ahora bien, para que yo pueda perder
algo, previamente debo tenerlo. Todos hemos jugado en alguna ocasión al
cucú-tras con algún bebé. Cuando “desaparecemos” de la visión del bebé
porque nos tapamos con las manos, el chiquitín experimenta el miedo y la
tristeza porque nos “hemos ido”. Se ha visto que los niños que crecen
en orfanatos no comprenden el cucú-tras ni sienten ninguna emoción
desagradable ante dicho juego. ¿El motivo? ¿Cómo van a tener miedo o
sentir tristeza por perder a alguien si nunca tuvieron a nadie? Por eso
es importante tener en cuenta que para poder perder tenemos previamente
que tener.
Existen un total de cuatro grandes etapas o fases por las que debemos
transitar para que elaboremos de manera adaptativa y sana una pérdida (duelo sano). La no superación de cada una de ellas implica que nos quedemos enquistados en una fase concreta (duelo patológico). Veámoslas de una manera concreta:
1) Fase de shock: en esta fase inicial acabamos de sufrir o enterarnos de la pérdida. Bowlby la denominaba fase de aturdimiento.
Todos hemos tenido la sensación como de estar en una nube, como si no
te estuviera pasando. Hay mucha confusión y desconcierto. Es importante
que nos permitamos a nosotros mismos y a nuestros hijos sentirnos
aturdidos o noqueados ante lo que acaba de ocurrir. Debemos legitimar la
emoción siempre.
2) Fase de negación: una vez superado el
primer impacto, viene una etapa en la que vamos a negar lo que nos está
ocurriendo o sus consecuencias. Por ejemplo, nuestro hijo se niega a
aceptar que ha fallecido su abuelo, no se lo quiere creer. Tampoco
acepta las consecuencias de su muerte: ya no podrá ir a los partidos de
fútbol con él ni a merendar por las tardes a su casa. Su cerebro le
invita a aceptar la realidad y adaptarse a la nueva situación pero
aparece repentinamente la rabia y el sentimiento de injusticia que la
impide aceptar la pérdida de la “batalla”. Muchas de las personas que se
quedan enquistadas en esta segunda fase, como bien explica Begoña
Aznárez, hacen “como si” no ocurriera nada, por lo tanto, no aceptan la
pérdida o el cambio.
3) Fase de tristeza: cuando dejamos de
negar lo ocurrido y aceptamos la pérdida, entramos en contacto con la
tristeza. En esta fase pensamos mucho en lo ocurrido, puede aparecer la
culpa por lo que no hicimos o lo que debimos hacer y buscamos un sentido
profundo a lo acontecido. Decíamos antes que la sociedad y la mayoría
de nuestras familias no nos van a poner fácil el poder expresar la
tristeza y llorar. En nuestros entornos nos dicen lo que debemos hacer
para dejar de estar tristes y para animarnos, pero no es esto lo que
necesitamos. Necesitamos que nos permitan estar tristes y llorar la
pérdida para poder seguir avanzando en nuestro duelo. La gran mayoría de
las personas se quedan estancadas en esta fase.
4) Fase de crecimiento: al llegar a este
punto es que hemos sido capaces de convertir la experiencia en
aprendizaje. Hemos perdido algo, pero también hemos ganado aprendizajes,
fortalecimientos o capacidad de resiliencia. Además, estamos en
disposición de elaborar una narrativa de manera consciente y darle un
sentido a lo que nos ha ocurrido. Consiste en aprender de lo acontecido y
ser una mejor versión de nosotros mismos. Solamente podemos crecer y
aprender si hemos pasado suficientemente bien por estas cuatro fases.
Decía el gran José Ortega y Gasset que no somos culpables de lo que nos
ha ocurrido pero sí que somos responsables de salir de dicha situación.
En conclusión, la función de la tristeza consiste en retirarnos,
aceptar la pérdida y reflexionar sobre lo ocurrido. Si somos capaces de
pasar de la culpa y la rabia al crecimiento personal y al aprendizaje,
iremos por el buen camino. Es hora de que cada uno de nosotros haga el
duelo por la dramática situación que estamos viviendo. Tengamos en
cuenta que una vez que este confinamiento se acabe, tendremos que hacer
de nuevo otro duelo por “volver a la normalidad”. Y es que estamos
constantemente haciendo duelos; otra cosa es que no seamos conscientes
de ello. No quiero acabar este artículo sin agradecer a Begoña y José
Luis todo lo que aportan al mundo de la psicoterapia y a la comprensión
del ser humano.
Rafa Guerrero es psicólogo y
doctor en Educación. Director de Darwin Psicólogos. Miembro de la
Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia. Autor de los
libros “Educación emocional y apego. Pautas prácticas para gestionar las emociones en casa y en el aula” (2018), “Cuentos para el desarrollo emocional desde la teoría del apego” (2019) y “Cómo estimular el cerebro del niño” (2020).
EL PAÍS, Domingo 26 de abril de 2020
Comentarios
Publicar un comentario