ÁNGELES CABALLERO
Terminó de cenar y se quedó sentada a la
mesa, la mirada algo perdida, el gesto mustio. El ambiente no era demasiado
festivo, pero nada hacía presagiar lo que ocurrió después. De repente, se
lamentó de su suerte: “¡Es que no hacemos planes juntos!”.
Lo repitió una segunda vez ante mi gesto de sorpresa, esta vez con pucheros y
elevando el tono de voz.
Se despertó la fiera de mi niña. Se fue
a la cama llorando. Implosionamos las dos. “¡Estoy harta de estar aquí!”,
dijo con la voz entrecortada mientras doblaba la almohada con su cabeza
atrapada como el relleno de un sándwich. No quería saber nada de nosotros ni
del escenario del que está profundamente harta.
Los adultos nos miramos. Bastante ha aguantado. Bastante ha disimulado. Tiene 12
años y las hormonas en pleno festival de Eurovisión. Lleva más de un mes sin
salir a la calle y aguantando a un hermano tres años menor que sigue
reaccionando de forma histriónica cuando gana y cuando pierde a la consola. Cada vez le pesa más. Cada vez le pesamos más.
Al día siguiente se despertó. Soñó que
la actriz de la serie que está viendo estos días estaba embarazada. Le pareció
la peor de las pesadillas. Arrastró los pies con las chanclas, se echó al
sofá. Otro día de la marmota, otra pereza infinita por hacer
deberes y por mover las extremidades. Está harta de puzles, de hacer
repostería, harta de ver Instagram (si me pinchan, no sangro). No quiere saber
nada de nadie, ni siquiera de los amigos del instituto a los que hace semanas
adoraba por el mero hecho de descubrirle la parte divertida y libre de la
preadolescencia.
Cada tarde, a las ocho, sale al balcón a
aplaudir. Ambas aguantamos hasta que acaba el 'Resistiré',
el otro día bailamos bachata y el balcón de enfrente nos jaleó. Mira los perros
que pasean por la calle con una mezcla de envidia y de melancolía. Ve a sus
padres salir de forma puntual. A hacer la compra, a bajar la basura, a reciclar
papel y vidrio. Esa vida adulta que rechaza de forma tajante ahora la desea.
Quisiera tener los años suficientes como
para levantar la tapa del contenedor amarillo. Pero sigue aquí. Viendo pasar la vida con desgana, poniendo la vida en
paréntesis. Como un correo electrónico que lleva demasiado tiempo en la bandeja
de borradores.
Esta semana, con la vuelta a las clases, me encomendé a las musas, dioses
varios, me faltó poner incienso. A ver si remonta la niña de los
sobresalientes, la que a la mínima nos deleita con una coreografía improvisada
de ballet o de J Balvin. Abrimos la puerta del cuarto que comparten los
hermanos. Al subir la persiana, ni un buenos días. “¡No me
quiero levantar, todos los días son iguales! ¡Por favor,
dejadme dormir!”. Y otra vez la almohada doblada. Y mi resoplido.
No le conté que yo también tengo lo mío y que esta noche he soñado
con José Luis Martínez-Almeida.
Que aun siendo uno de los héroes de esta crisis, no deja de ser inquietante que
se te aparezca en la fase REM pudiendo hacerlo el Alain Delon de ‘El
Gatopardo’. Le evité el sueño y el chiste porque tiene bastante peor despertar
que yo. Porque sueña con dar un paseo. Porque a estas alturas
quisiera ser adulta o quisiera ser perro.
Y que le dé el aire. Y subirse al
autobús para ir al instituto y mandarnos un wasap para decir que ha llegado y
que a la salida se entretendrá un poco para hablar con sus amigos. No creo que
sepa que los políticos se refieren a ella y a los de su especie como “bombas víricas”. Lo que sabe es que empieza a parecerse
demasiado a un polvorín de metro y medio.
Están confinados. Están calcinados.
EL CONFIDENCIAL, Viernes 17 de abril de 2020
Imagen: El Confidencial
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