Ir al contenido principal

El peligro de una sociedad que no puede hacer planes

HÉCTOR G.BARNÉS
Es posible que usted tuviese pensado viajar este verano al lejano Oriente con la esperanza de volver a casa con los 'chakras' como nuevos. O entrada para deglutir cervezas sin fin mientras observa a su grupo preferido en una pantalla gigante a 300 metros de distancia. Que se fuese a mudar en breve, o a casar. O una tonelada de rosas que habrá tirado en un contenedor de basura este Sant Jordi. Una ilusión o, simplemente, una forma de llegar a fin de mes. También es probable que si en algún momento lo ha expresado en alto, le hayan respondido que, con la que está cayendo, cómo es posible que esté pensando en esas cosas. Todo es insignificante ante la tragedia exterior.
Así que usted no habrá olvidado sus ilusiones, sino que simplemente se las habrá guardado para sí mismo. Seguirá con las mismas ganas de ponerse tibio a mojitos en Indonesia —¡ah!, la globalización—, de bailar al ritmo de Taylor Swift o de que su negocio no termine en la quiebra en los próximos seis meses. Puede que sea a lo que se aferre esos días tontos en los que no le apetece salir de la cama, y quizá le dé vueltas como a un chicle mientras está en una reunión de trabajo, charlando con su pareja o en la ducha. Su trocito de futuro, cada vez más lejano. Todas esas cosas que estaban garantizadas pero ya no lo están.
Es un iluso quien compre ahora un billete, deje su trabajo, se ponga manos a la obra a tener un hijo o piense en algo que no sea la próxima visita al súper
El Estado moderno se asienta sobre varios principios, la mayoría implícitos y que, como tal, pueden esfumarse en cualquier momento. Uno de ellos es la promesa de continuidad en nuestras vidas: frente a la arbitrariedad de la naturaleza, el ciudadano civilizado sabe que si hace X e Y, su futuro probablemente será Z. La incertidumbre es mínima, y el Estado acudirá a su auxilio en caso de que la balanza se decante demasiado por el lado de la mala suerte. Por supuesto, esto nunca ha sido completamente así, pero es lo que pensábamos hasta hace poco. La crisis de 2008 fue un derechazo de realidad; el confinamiento ha sido un 'knockout' total.
Ni el gobierno ni la ciencia ni la globalización, el perdedor absoluto de la presente crisis es el futuro, que hacía ya tiempo que no era lo que solía ser. ¿Futuro? ¿Qué futuro, si ya sabemos que nuestra vida puede cambiar de la noche a la mañana? ¿Si no sabemos qué ocurrirá el próximo minuto, si los mensajes son contradictorios y está todo por discutir? El que compre ahora un billete de avión, deje su trabajo, se ponga manos a la obra a tener un hijo o piense en algo que no sea la próxima visita al supermercado es un iluso. Somos como soldados en Khe Sahn, aguantando hasta un nuevo amanecer.
Suena épico, pero el problema es que nuestra sociedad se basa en la confianza, como les gusta decir a los economistas cuando se ponen líricos. Confianza en que el consumidor va a seguir gastándose su dinero duramente ganado en cosas que no necesita, confianza en que nuestros amigos no nos van a pegar una puñalada por la espalda, confianza en que nuestra pareja no nos va a abandonar mañana por alguien 10 años más joven y confianza en que el sol mañana saldrá por el este. Para que podamos creer en la confianza, no obstante, necesitamos futuro. Y como no hay futuro, a ver quién se fía de nadie.

Los gurús se equivocan: vivir el presente es terrible

Una sociedad en la que ya no podemos esperar nada y en la que estamos obligados a vivir un presente continuo es terrible, se pongan como se pongan los plastas del 'mindfulness'. Eso quiere decir que nuestra preocupación es satisfacer nuestras necesidades inmediatas, sean estas emocionales o materiales, que vamos a ser cada vez menos solidarios, a saltarnos el confinamiento con menos remordimientos y a desconfiar cada vez más de los vecinos como de las instituciones. Nuestro cinismo aumentará, como lo suele hacer en momentos en los que no se puede creer en nada.
Instalarnos en una transición constante es un drama, puesto que en el cambio constante y a corto plazo no hay posibilidad de mirar al futuro
Ahora todas las narrativas suenan huecas. Ponerse a pensar en el futuro es como analizar una novela de la que solo hemos leído el primer acto; aún no hay sentido posible, ni cierre, ni capacidad de seguir adelante. El gran peligro que se avecina ya no es solo la pandemia, con la que nos hemos terminado entendiendo cognitivamente, sino instalarnos en una transición constante, un presente indefinido en el que los cambios sean tan frecuentes que no haya posibilidad de establecer un plan a medio plazo. Que seamos muñecos vapuleados ante los designios de la enfermedad, de la política, de los mercados. Ya lo éramos, pero ahora resultará evidente.
Lo he notado en mis carnes. Favorezco estar bien hoy, ahora, en este preciso instante, y mañana ya veremos. Nada de tácticas a medio plazo y estrategias a largo. Cuando termina la jornada laboral, ya no planifico el día siguiente. Apago el ordenador y fundo mentalmente a negro. Miro la manecilla del reloj y pienso a cuántos muertos equivale cada segundo, a cuántas personas que no encontrarán un empleo en años, a cuántos sueños renunciados. Todos estamos a la expectativa, incluso aquellos que no pueden permitírselo porque se han quedado sin trabajo en el peor momento de la historia para hacerlo. ¿Para qué preocuparse, si no hay nada que podamos hacer? Me pongo una cerveza.
La última vez que vi a mis padres, fuimos a ver 'Los días felices' de Beckett, en versión de Pablo Messiez. "¡Otro día divino!", grita cada mañana Winnie, su protagonista, una mujer atrapada eternamente entre un montón de basura, incapaz de salir. A la salida, hablamos sobre el significado de la obra. "Es como la vida, nunca pasa nada y cada día vas un poco peor hasta que te mueres". Nos dimos dos besos, y hasta hoy. Cuando todo empezó, fijamos mentalmente mi cumpleaños como el día que quizá nos volveríamos a ver. No ha podido ser. Volvimos a fijar como meta el cumpleaños de mi madre, a medidos de mayo. Probablemente, tampoco podrá ser.
Así que me limito a quedarme en casa, aplaudir a las ocho de la tarde, consumir una vez por semana y trabajar sin engañar al sistema de control horario que los españoles nos hemos dado. A ser un buen ciudadano, es decir, sofocar mis ilusiones y no volver a hacer planes nunca más.
EL CONFIDENCIAL, Domingo 26 de abril de 2020

Comentarios

Entradas populares de este blog

«Los buenos modales no están de moda, pero es imprescindible recuperarlos»

FERNANDO CONDE Hoy en día es frecuente enterarte por los medios de noticias relacionadas con la falta de respeto, el maltrato, el acoso, etc. Podemos observar muchas veces la ausencia de un trato adecuado a los ancianos, la agresividad incontrolable de algunos hinchas de fútbol; la poca estima a la diversidad de opiniones; la destrucción del medio ambiente; el destrozo del mobiliario urbano y un largo etcétera que conviene no seguir enumerando para no caer en el pesimismo que no conduce a nada y el problema seguirá ahí. Un problema que podríamos resumir en que se ha ido perdiendo el valor de la dignidad humana en general. Los modos para alcanzar la felicidad, siempre deseada, se apartan de las reglas y normas de conducta más elementales de convivencia colectiva que han acumulado las culturas y los pueblos a través de los siglos. La idea de que «la dignidad empieza por las formas» que resume este artículo es una afirmación bastante cierta, porque la forma, no pocas veces arrastr

Qué le pasa a tu bebé cuando dejas que llore sin parar

  GINA LOUISA METZLER Muchos padres creen que es útil dejar llorar a su bebé. La sabiduría popular dice que unos minutos de llanto no le hacen daño, sino que le ayudan a calmarse y a coger sueño. Se trata de la técnica de la espera progresiva , que fue desarrollada por el doctor Richard Ferber, neurólogo y pediatra de la Universidad de Harvard en el hospital infantil de Boston (Estados Unidos) , y que sigue utilizándose en la actualidad en todo el mundo. Casi nadie sabe en realidad lo que ocurre a los bebés cuando siguen llorando, pero las consecuencias físicas y psíquicas podrían afectarles toda su vida. Cuando un bebé llora sin que sus padres lo consuelen, aumenta su nivel de estrés , ya que, a través de su llanto, quiere expresar algo, ya sea hambre, dolor o incluso necesidad de com

¿Qué hay detrás de las mentiras de un niño?

ISABEL SERRANO ROSA Los niños no son mentirosos, pero mienten . Lo hacen cuando tienen algo que decir o que aprender. Hasta los cuatro años, con sus historietas sorprendentes, quieren narrarnos su mundo de fantasía. Somos la pantalla en la que proyectar su película. Entre los cuatro y los siete años construyen su mini manual de moralidad con ideas muy sencillas sobre lo que está bien y mal, basado en sus experiencias "permitido o no permitido " en casa y en el colegio. Con su gran imaginación, las mentiras son globos sonda para saber hasta dónde pueden llegar. Entre los ocho y los 12 años la realidad se abre camino y la fantasía se vuelve más interesada.  El pequeño pillo de nueve años desea ser bueno, pero se le escapan las trolas por el deseo de gustar a los demás, ocultar alguna debilidad o evitar castigos. En general, mienten a sus crédulos coetáneos o, por el contrario, les escupen a la cara alguno de sus descubrimientos del trabajo de campo que significa crecer.