MARIO GARCÍA BARTUAL
Según algunos expertos, junto con la edad, la diabetes o la hipertensión,
la obesidad puede duplicar
la probabilidad de muerte por coronavirus. El caso es que la
obesidad es una pandemia en sí misma. Su crecimiento exponencial en los últimos
setenta años determinó que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la
declarase una epidemia global, con más de 650 millones de afectados.
No obstante, el registro histórico muestra que la obesidad ha estado
presente en la humanidad desde hace al menos veinte milenios. La diferencia
respecto a la actual radica en que antiguamente se trataba de un fenómeno
circunscrito a las personas de mayor rango social, según la mayoría de los
expertos. Durante muchos siglos, además, el sobrepeso equivalió a estatus de
poder y fue motivo de orgullo, debido a que únicamente los pudientes tenían los
medios que permitían engordar.
Pese a ello, ya los primeros médicos de la Antigüedad entrevieron sus
peligros. En el siglo I Hipócrates comprendió que la obesidad conducía a una
muerte temprana y, un siglo después, el también griego Galeno elaboró uno de los primeros
métodos de adelgazamiento, consistente en hacer mucho ejercicio y seguidamente
tomar un baño de vapor. Por su parte, cuenta Heródoto que los egipcios purgaban su
cuerpo y vomitaban tres veces al mes para evitar que su salud se viera
dañada por los alimentos que ingerían.
Un estigma cultural
En la Edad Media europea, la noción de obesidad se impregnó de la
cosmovisión cristiana al vincularse a la gula ,
uno de los siete pecados capitales. De ahí que se estigmatizara a los obesos.
Mientras, en Persia, el médico y filósofo Avicena dedicó al exceso de peso
un capítulo entero en su obra más famosa, El canon de la Medicina,
traducida al latín en el siglo XII. En ella, Avicena reflejó de forma
acertada los problemas que genera la obesidad –entre ellos, que restringe
los movimientos corporales, comprime los vasos sanguíneos y obstruye las vías
respiratorias (lo que conduce a un temperamento desagradable)– y observó su
relación con la infertilidad. Para combatirla prescribió usar
laxantes, ingerir alimentos voluminosos pero escasamente nutritivos, tomar
un baño antes de cada comida y practicar ejercicio después.
No fue hasta el siglo XVII cuando aparecieron en Europa los primeros
estudios científicos, basados en rudimentarios experimentos acerca del
metabolismo humano y en la disección de cadáveres de personas obesas.
Una centuria después se publicaron las primeras monografías. El británico
Thomas Short recomendó en la suya desde algo tan descabellado como vivir
en lugares poco húmedos, para evitar el aire pegajoso, hasta algo tan
conveniente como seguir una dieta moderada y practicar ejercicio.
También el médico holandés Malcolm Flemyng vio en la ingesta de grandes
cantidades de comida una causa de la obesidad, aunque afirmó con razón que
no todos los obesos son grandes comedores.
Una de las aportaciones más relevantes llegó de la mano de Antoine
Lavoisier. Considerado el padre de la química moderna, este francés estableció
que los procesos de oxidación y combustión son fenómenos químicos en los que se
combina el oxígeno, y comprendió por primera vez que el metabolismo es un
proceso análogo a una lenta combustión.
Sus ideas resultaron fundamentales para entender por qué engordamos o
adelgazamos, ya que contribuyeron a definir el concepto de balance energético,
es decir, el peso de una persona en relación con las calorías que ingiere y
quema.
También el médico londinense Arthur Hill Hassall aportó un gran impulso al
conocimiento de esta enfermedad. En su caso, describiendo el crecimiento y
el desarrollo de unas células que acumulan grasa, los adipocitos, y sugiriendo
que un incremento de estas podría ser la causa de ciertos tipos de obesidad.
Estadística y aseguradoras
Mientras los conocimientos fisiológicos avanzaban, una nueva rama
científica, la antropometría, relacionaba estatura y peso. Pionero en este
campo, el estadístico belga Adolphe Quételet estudió las proporciones del
cuerpo hasta definir los parámetros matemáticos que caracterizan a una persona
corriente. Y así dio con la fórmula del Índice de Masa Corporal (IMC,
o la división del peso de un individuo por su estatura al cuadrado).
Con esta medida la OMS establece la clasificación internacional del peso
corporal de un adulto. Se considera que un individuo tiene un peso normal
cuando su IMC oscila entre los 18,5 y los 25 kg por metro cuadrado; que tiene
sobrepeso cuando supera los 25; es obeso cuando rebasa los 30; y obeso mórbido
cuando alcanza los 40.
A comienzos del siglo XX varios informes realizados por
compañías aseguradoras relacionaron por vez primera con datos objetivos el
sobrepeso con una muerte prematura. Rápidamente, la comunidad biomédica se hizo
eco de los resultados y empezó a investigar qué enfermedades se asocian a la
obesidad. Hoy sabemos que esta predispone a sufrir complicaciones tan graves
como la diabetes, la hipertensión, la arterioesclerosis, la enfermedad renal
crónica, el síndrome de hipoventilación y el hígado graso.
Las investigaciones en el campo de la genética han permitido conocer más a
fondo el origen de esta enfermedad. Los expertos creen que en nuestro
genoma existe un conjunto de genes encargados de almacenar grandes cantidades
de grasa por si llegan “malos tiempos”, momentos de escasez de alimento.
No obstante, aún no se han identificado estos genes “ahorradores” en nuestro
acervo genético. Eso sí, en 1994, un equipo dirigido por el genetista
estadounidense Jeffrey Friedman localizó varios genes responsables de la
obesidad en ratones.
En busca de tratamientos
La forma más extendida de controlar la obesidad ha sido desde antiguo
restringir la ingesta de comida y potenciar la actividad física. No obstante,
el desarrollo de los fármacos a lo largo del último siglo ha potenciado el
uso de numerosas sustancias para reducir el apetito. Las anfetaminas fueron una
de ellas. Aprobadas en Estados Unidos en 1947, tuvieron una gran aceptación
hasta los años setenta, cuando se observó que resultaban adictivas. Hoy ya no
se recomiendan.
Desde mediados del siglo pasado la cirugía ofrece soluciones cada vez más
eficaces y con menos efectos secundarios negativos para los pacientes de
obesidad mórbida. En la actualidad, la especialidad dedicada a ello, la
cirugía bariátrica, cuenta con varias alternativas tecnológicas. La manga
gástrica, por ejemplo, consiste en extirpar dos terceras partes del estómago
(allí donde se produce una hormona que estimula el apetito), de forma que quede
un reservorio alargado. De este modo el individuo se siente saciado con menos
cantidad de comida y tiene menos apetito.
El banding gástrico, por su parte, emplea una banda
gástrica inflable. Esta se implanta en la región superior del estómago y puede
ajustarse inyectando suero salino a través de un puerto subcutáneo. Pero sin
duda son las técnicas laparoscópicas las que extraen la grasa de forma menos
invasiva.
La obesidad, sin embargo, no debe combatirse solo a través de la
medicina. Según la OMS, si se mantienen las
tendencias actuales, el número de lactantes y niños pequeños con sobrepeso
llegará a 70 millones en todo el mundo en el año 2025. Una educación que
fomente el ejercicio y una dieta equilibrada desde la infancia resultan claves para
afrontar esta epidemia del siglo XXI.
LA VANGUARDIA, Jueves 28 de mayo de 2020
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