HÉCTOR G. BARNÉS
Hace ya unas semanas que el escritor
francés Michel Houellebecq vaticinó,
con la alegría que le caracteriza, que el mundo seguirá “exactamente igual”
después del coronavirus. Quizás, incluso, “un poco peor”. Un
aparente nihilismo con potencialidad viral, pero bajo el cual acechaba una
cierta preocupación humanista. La pandemia ha revelado y acelerado situaciones
preexistentes, explicaba el escritor, como la reducción del contacto humano
(del vídeo ‘on demand’ a la muerte en soledad en una UCI) o la decadencia de
los valores occidentales.
“Vamos a salir mejores de todo esto” se
ha convertido en una de las frases más repetidas desde el principio de la
pandemia, especialmente después de los primeros gestos de solidaridad en el mes
de marzo. A medida que ha pasado el tiempo, no obstante, la afirmación ha perdido cada vez más fuerza, a base de disputas
políticas, manifestaciones extemporáneas y
actos de egoísmo que sugerían que tal vez el autor de ‘Las partículas
elementales’ tuviese razón y la presente situación no fuese más que un
paréntesis. Un espejismo antes de retomar nuestro egoísta día a día.
Nadie es capaz de responder con
seguridad a la pregunta, si excluimos a estudiantes de Filosofía y tertulianos
con tendencia a la dipsomanía. Sin embargo, intentar responderla nos dice mucho
acerca de qué entendemos por 'mejor' (mejor
persona, mejor sociedad), qué necesitamos para conseguirlo y, sobre todo, qué está en nuestra mano hacer para salir de esta
más fuertes, como reza el eslogan.
Mejores
individualmente…
No es sorprendente que en un primer momento las crisis, las tragedias o los crímenes nos empujen a la solidaridad, algo que ya explicó Emile Durkheim a finales del siglo XIX en ‘La división del trabajo social’. En las tragedias colectivas, “todo el mundo es atacado, por lo tanto, todo el mundo se pone al ataque; no solo es una reacción general, es colectiva”. La respuesta se traduce en rituales que envían el mensaje a las víctimas de que 'no están solas', pero que también sirven para reafirmar la comunidad.
El ejemplo obvio en la respuesta al
coronavirus son los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde, como
explica el sociólogo Andrés Pedreño Cánovas,
de la Universidad de Murcia. “Ha habido un primer momento de solidaridad
colectiva, donde como individuos hemos sacado todo lo que nos vincula
al otro”, explica. “En ese sentido, el ritual de las ocho de la tarde comenzó
siendo un aplauso a la sanidad pública y sus trabajadores y progresivamente se
convirtió en un aplauso a la sociedad y a lo que ha sido capaz de construir en
todo este tiempo”. Un “ritual de interacción y solidaridad social que ha sacado
nuestra dimensión más altruista”, añade.
“Enfrentarnos a esta situación ha hecho
que algunas personas hayan descubierto cosas de sí mismos que no conocían”,
explica Ángel Gómez, catedrático de psicología social en la
UNED que acaba de publicar un trabajo llamado ‘Lo
que no nos mata nos hace más fuertes’, en el que explica cómo
los ciudadanos se han convertido en “actores entregados”, capaces de sacrificarse por una causa superior. “Los
medios de comunicación suelen centrarse en los aspectos negativos, en si
aumenta el número de divorcios, en si a medio plazo va afectar a la salud mental de
muchas personas o en los kilos que todos hemos engordado. Eso es cierto, en
cierta medida, pero no se centran tanto en la otra cara de la moneda porque es
menos sensacionalista”.
“Hemos
aprendido muchas cosas. Hemos pasado por experiencias intensas negativas (estar
en casa recluidos, no poder hacer muchas cosas que nos gustan, etc.), pero
también positivas. Y ambas, según los antropólogos y los psicólogos sociales,
influyen en la relación que tenemos con aquellos con quienes hemos compartido dichas experiencias,
uniéndonos más”, añade. La gran pregunta no es, por lo tanto, si hemos sido
mejores, sino hasta cuánto durará esa unión y solidaridad, a medida que los
aplausos se extingan y den paso al ruido político.
James Hawdon y John Ryan, de la Universidad de Virginia Tech, intentaron explicar por qué las
catástrofes naturales, el crimen y las tragedias propiciaban la solidaridad, y
cuánto tiempo y por qué se mantenía. En el medio plazo, recordaban, las
tragedias suelen dar lugar a conflictos soterrados que se habían olvidado
inmediatamente después del drama. Es lo que ocurrió, por ejemplo, a la hora de
rendir homenaje a las víctimas del 11-S. Para ello contaron con la experiencia
de primera mano de la masacre de Virginia Tech donde ellos trabajaban, que es
con 33 muertos el peor ataque a una universidad en
la historia de EEUU.
La conclusión a la que llegaron es que
lo más importante a la hora de mantener la solidaridad a lo largo del tiempo no son los eventos relacionados con la tragedia en sí (como
el luto, que suelen resultar divisivos), sino las relaciones más mundanas, como
“comer en restaurantes locales, mantener conversaciones casuales o acudir a
reuniones”. Hasta se atrevían a dar plazos: las “actividades parroquiales
generales”, es decir, los actos comunitarios que no tenían relación con la
tragedia era el único acto que sostenía la solidaridad cinco, nueve y doce
meses después de esta.
El coronavirus, no
obstante, es único a este respecto ya que ha afectado a la población en su
conjunto y no a comunidades concretas. Como recuerda Borja
Barragué, profesor de Filosofía del Derecho en la UNED y autor de ‘Larga vida a la socialdemocracia’,
“la idea de que la actual crisis puede provocar un aumento de la solidaridad y
otras conductas prosociales (por aterrizar un poco la idea de que “seremos
mejores”) tiene cierta base en la literatura de lo que se conoce como
heurísticas del merecimiento, reglas sencillas que utilizan las personas para
juzgar si alguien es merecedor de determinadas políticas sociales que
implican algún grado de redistribución”.
Uno de ellos es “la percepción de
control que tiene un individuo sobre los factores que han provocado esa
situación”. Es decir, cuanto menos control percibamos, más dispuestos estaremos a ayudar. “A diferencia de la
crisis de 2008, donde uno de los relatos que se terminaron imponiendo fue el de
que algunos países o personas ‘habían vivido por encima de sus posibilidades’,
hoy nadie puede pensar (en serio) que algunos países o algunas personas ‘se han
contagiado por encima de sus posibilidades’”,
explica. “El factor que nos coloca (o no) en situación de requerir ayuda es un virus, no un préstamo, y todos estamos
aproximadamente igual de expuestos a contagiarnos en algún momento, por lo que
es razonable pensar que esto puede aumentar nuestra propensión a cooperar y
ayudar”.
Otro factor, añade, es “la necesidad, es decir, la percepción que tengamos de las
dificultades socio-económicas que atraviesa un individuo, de forma que, a más
necesidad, más predispuestos estaremos a ayudar”. Como recuerda Gómez, “muchas
víctimas del 11-M han
tenido que ser tratadas durante muchos años y ahora
llevamos más de dos meses en los que hemos tenido 100 veces el número de
muertos que tuvimos entonces”. La capacidad de gestión de la crisis de
políticos y medios es clave, aunque lamenta que “se darán cuenta demasiado
tarde”.
No todo han sido aplausos y apoyo,
recuerda Pedreño, y junto a las conductas más solidarias han aflorado
otras más egoístas o incluso autoritarias. “Como los
policías de los balcones, que en alguna medida fueron alimentadas
políticamente”, añade. “La confrontación política que está habiendo ha
favorecido o está favoreciendo que se abra una escisión, una polarización entre
las actitudes más solidarias y autoritarias”. Ese el siguiente paso.
¿Peores como sociedad?
El 15 de abril, el premio Nobel de
economía Amartya Sen publicaba en ‘Financial Times’
un artículo cuyo titular afirmaba que una sociedad mejor podría emerger del
confinamiento. En él, Sen mantenía, al contrario que Houellebecq, que la
experiencia compartida de la crisis podía ayudar a aliviar los problemas preexistentes de desigualdad. También era
posible, no obstante, que no ocurriese nada de eso. “Pero ya que estamos a
mitad de la crisis, ¿podemos confiar en que aún es posible?”, se preguntaba al
final de su columna.
De lo que cabe poca duda es de que la
repercusión de las medidas de confinamiento está dando lugar a un mundo mucho
más desigual. Lo es económicamente, en una situación en la que el número de
personas que recurren a los servicios o comedores sociales se
ha disparado; laboralmente, con millones de personas en ERTE o con una
situación laboral comprometida; o educativamente, en
un contexto de teleducación que influye de forma distinta en
unos niños u otros.
No hay nada que haga peor a un país que
la desigualdad. En ‘Igualdad. Cómo las sociedades
más igualitarias mejoran el bienestar común’, Richard Wilkinson y Kate Pickett muestran cómo las sociedades
desiguales son negativas no únicamente para las personas más pobres, sino
para todos los que viven en ellas. “En los países en los que
existen grandes diferencias entre ricos y pobres, se disparan las tasas de
violencia, de embarazos de jóvenes no deseados, de población carcelaria; los
resultados educativos y el sistema de sanidad empeoran”, recordaba
Por lo general, explica Barragué, las
guerras o las pandemias como esta son vistas como un factor “negativo” que
reduce la desigualdad al reducir el PIB con su conjunto e igualar a la baja.
Pero añade que “es posible que esta vez sea diferente y que la pandemia del
covid no solo no sea un igualador social, sino que actúe como un gran desigualador social”. Entre los ejemplos
que proporciona, se encuentran la brecha educativa, la de género (“un artículo
de ‘Nature’ mostraba que las científicas están
publicando menos y empezando menos proyectos nuevos en comparación con sus
colegas varones durante la pandemia”), de salud (porque la enfermedad afecta
más a los ancianos) o económico.
Entre esas brechas propuestas por
Barragué, llama la atención la intergeneracional, quizá porque fue también la
que se amplió en la anterior gran crisis, la económica de 2008. “Como afirmaba
‘The Economist’ en un artículo, los 'millennials' de los
países del sur de Europa van a haber sufrido dos crisis enormes
en sus años de incorporación al mercado laboral”, razona el profesor. “Y
existe evidencia de que los jóvenes que
acceden al mercado de trabajo en una fase recesiva tienen, a lo largo de su
trayectoria laboral, menores sueldos, mayores tasas de sobrecualificación y más
periodos de desempleo que quienes lo hacen en una fase expansiva. El desempleo
juvenil importa porque deja cicatrices que son visibles en
nuestras carreras laborales adultas”.
“Lo
que está claro es que la pandemia no es que haya aumentado las desigualdades,
que ya estaban ahí, sino que las ha hecho más salientes”, añade Gómez. “¿Cómo
es posible que tan solo dos meses de no trabajar hayan hecho que tantas
familias estén sin fondos y no tengan ni para comer? ¿Cuál era el nivel de ahorro de
esas familias?”. En opinión del psicólogo social, lo que se producirá será
una polarización de conductas. “El que era consciente
de la necesidad de ahorrar, protegerse, etc., será mucho más cuidadoso a partir
de ahora”, valora. “Y el que prefería ser más arriesgado y vivir el día a día,
lo hará todavía más para aprovechar el momento”.
El espíritu del 45
A un horizonte social semejante señala
Pedreño, que apunta que ahora mismo se está produciendo una lucha que dará a luz la sociedad del futuro. “El futuro está
en disputa social, hay actitudes solidarias, egoístas
y autoritarias que apuntan a mundos diferentes”, explica. “De
esta disputa social va a depender mucho qué mundo se imponga, si subraya ese
aspecto solidario de lo público, del que nos hemos dado cuenta hace dos meses
cuando vimos que todos esos trabajos calificados como esenciales eran
los precarizados”.
Si se toma la ruta de la solidaridad,
“cabe la posibilidad de transitar hacia ese mundo donde se reconozcan los
derechos de los trabajadores, que no haya precariedad y que emerjan conductas
altruistas o de apoyo social”, explica el autor de ‘Los nuevos braceros del ocio’.
Pero si se toma la autoritaria, “que las movilizaciones de la ultraderecha
están activando”, nos encontraremos ante un panorama más egoísta y dividido
donde se intentará desactivar el relato público. “Lo que quieren en el fondo es evitar el relato de que esto ha sido una victoria del pueblo,
porque si lo es, el pueblo quiere derechos, gasto social, sanidad pública, y
eso hay que financiarlo con impuestos a los ricos”.
La conocida como rebelión de
los Cayetanos es, en opinión del profesor murciano, una revuelta “contra el relato de la solidaridad colectiva para
que el pueblo no sea consciente de que esta guerra se ha ganado gracias a su
sacrificio y a su solidaridad”. Pedreño recuerda el conocido como espíritu del
45 que inspiró la película de Ken Loach. Es decir,
cómo el retorno de los soldados que se habían sacrificado en el frente durante
la Segunda Guerra Mundial y la paz en una sociedad que había sido bombardeada
durante años dio pie a reivindicaciones sociales que
cambiaron para siempre la sociedad europea.
“Inglaterra
llama ‘la guerra del pueblo’ a la Segunda Guerra Mundial,
y veo un paralelismo con ese espíritu del 45, cuando los soldados regresan
triunfantes y les dicen a sus gobernantes que si han luchado en la guerra del
pueblo, quieren la paz del pueblo, y se apuesta por la seguridad social o la
sanidad pública”, recuerda el sociólogo. “Es un momento clave en Europa del que
nos hemos beneficiado todos porque se ponen en marcha los sistemas de
protección social. Ahora, como sociedad que ha hecho un sacrificio contra el
virus y ha demostrado que esta guerra no se gana sin trabajadores implicados o
servicios públicos, la paz del pueblo tiene que ser una paz de derechos laborales y sociales”.
Sen también utilizaba en su artículo el
ejemplo de la posguerra británica para mostrar como las crisis pueden propiciar mejoras a largo plazo. A pesar del racionamiento,
Reino Unido consiguió que los más pobres estuviesen mejor alimentados, que
la esperanza de vida aumentase
en 6,5 años para los hombres y siete para las mujeres, que se inaugurase el
primer hospital público en 1948 y que la atención sanitaria mejorase
sensiblemente. Además, la comunidad internacional tomó conciencia por primera
vez de la importancia de remar en la misma dirección. “La necesidad de actuar
juntos puede producir una revalorización del rol constructivo de la acción pública”,
añadía el Nobel. Mejores o peores, está en nuestra mano decidir qué queremos
ser.
EL CONFIDENCIAL, Viernes 29 de mayo de 2020
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