HÉCTOR G. BARNÉS
“Volver a ponerse en
marcha es complicado después de haber pasado encerrados tanto
tiempo. Después de que mi mente se haya preparado para desescalar con unas
fases y unos ritmos que en principio parecen adecuados al nivel de encierro que
hemos vivido, resulta que no, que todo va muy rápido, que es tan estresante como la vida anterior o más y
que mi cerebro no puede encajar ni las fases ni los tiempos ni la nueva
normalidad” (diseñadora gráfica, 37 años).
Necesitamos ponerle un
nombre a cada sentimiento que emerge en nuestras vidas. Las palabras nos ayudan
a explicarnos (y, en ocasiones, a vender libros). Si
los meses del confinamiento fueron los del 'síndrome de la cabaña', ese miedo
(o simple pereza) a volver a salir a la calle, ahora entramos en una nueva fase
en la que algunas de esas personas que deseaban retornar cuanto antes a la vida
normal se han dado de bruces con una mezcla de perplejidad,
agobio y decepción que les está haciendo más difícil el retorno
que el confinamiento. Querían volver, sí, pero no tan
rápido.
Así que si quisiéramos darle un nombre a ese síndrome, puestos a inventar
conceptos, podríamos darle el de 'síndrome de Shklovski', en
referencia al estructuralista ruso que desarrolló el concepto de extrañamiento.
Si el arte nos permite experimentar la realidad de otra manera, la nueva
normalidad ha conseguido que descubramos todos los problemas de nuestra
vida pasada. Que nos demos cuenta de que todas esas cosas que
hacíamos ahora son incluso “un poco más difíciles, un poco
más caras”, como indica José Ramón Ubieto,
psicoanalista y profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias
de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
Si te cuesta tanto
volver a la normalidad, prosigue el profesor, es porque incluso los que no han
perdido a nadie están de duelo. No solo existe el duelo por las pérdidas
humanas o el económico, sino “un duelo por los hábitos y los
vínculos tal y como los conocíamos antes”. “Es un duelo
porque hay una pérdida”, prosigue. “Aunque sea la mera posibilidad de abrazarse
o de ir a un comercio sin pedir cita, son cambios a los que nos vamos a tener
que acostumbrar con una dificultad añadida, que es que no hay un ‘deadline’ para que el virus se acabe, y
esa incertidumbre hace más difícil la situación”.
Hemos pasado por
la perplejidad (“es una cosa de China”), el pánico y la angustia, y acabamos de llegar a la
última fase: el duelo.
Ahora que nos habíamos hecho a la idea...
“El otro día salí a
una terraza, con la poca seguridad que parece tener aquello, y justo después
quedé con mis padres en su casa (los dos población de riesgo, de 75 años).
Pensé que aquello estaba mal, pero lo cierto es que con las
normas que hay ahora, creo no habría hecho nada incorrecto, la verdad. Hace
apenas una semana me habrían llamado irresponsable por algo así” (informático,
40 años).
Las dificultades
psicológicas para enfrentarse al desconfinamiento son universales, pero uno de
los factores agravantes es propio del contexto español: la sensación de precipitación. El 28 de abril, el ministro
de Sanidad, Salvador Illa, anunciaba un plan de
desescalada que fijaba una nueva normalidad, en el mejor de los escenarios,
a finales de junio. Los sucesivos retrasos de algunas comunidades a la hora de
entrar en fase 1 alejaron el
plazo hasta mediados de mes. Sin embargo, desde que el presidente Pedro Sánchez compareció en rueda de prensa
el pasado 23 de mayo para
anunciar que el turismo volvería, los acontecimientos se
han precipitado. Ahora cabe la posibilidad de recuperar movilidad
interprovincial y visitas de turistas extranjeros en menos de una semana.
El sociólogo y
científico del CSIC Luis Miller, vicedirector del
IPP (Instituto de Políticas y Bienes Públicos), recurre al concepto económico
de “coste hundido” para explicar por qué es tan difícil
hacerse a la idea. “Una vez te han convencido de algo, te cuesta mucho cambiar
de mentalidad”, explica. “El término se utiliza en economía para referirse a
algo en lo que has invertido y que no vas a recuperar porque no te sirve. Hemos
pasado tanto tiempo convenciéndonos de la importancia de la prevención o hemos
tomado decisiones como no irnos de vacaciones este
año que de repente nos encontramos con que todo el mundo ya está buscando
alojamiento en la playa y percibimos que hemos hecho
una gran inversión mental para nada”.
No solo mental, añade,
sino también económica. Con los plazos que se plantearon en abril, muchas
empresas, organismos o comercios elaboraron planes de retorno que pueden
quedarse obsoletos en un plazo menor de lo esperado si el ritmo sigue
acelerándose. “Muchos comercios han hecho un esfuerzo para adaptarse con
mamparas o reformas de espacio que puede ser que en un mes ya no
se utilicen, eso sería un coste hundido de verdad”, añade Miller.
¿Cómo ha podido cambiar todo tan rápido?
“Te han concienciado de que el peligro estaba fuera, de que tenías que quedarte en casa, que había que esperar 15 días porque es el tiempo que el virus tarda en mostrar sus efectos, y ahora quieren acortar una semana. Me cuesta salir porque pienso que sigue habiendo contagio, te han concienciado y ahora ves peligro en todas las situaciones. Parece que con mascarilla, metro y medio y lavarte las manos ya está. Ayer, iba con mi marido por la acera, viene un tío dando trompicones por la acera, con la mascarilla bajada y pasa a nuestro lado y ni distancia ni narices” (maestra jubilada, 66 años).
Ha habido una segunda
ola, desde luego. Pero no de casos de coronavirus, sino de perplejidad. Si la
primera fue la de darnos cuenta de que era posible que un virus importado de un
lejano país acabase con miles de personas en el nuestro, la segunda lo es por
el cambio de mentalidad que se ha producido en apenas unas semanas desde
el marco de protección sanitaria al de recuperación económica. Espoleada por los buenos
datos de infecciones, pero también por la necesidad de reabrir la producción
del país, reactivar el turismo (que representa el 13% del PIB español) y
aliviar la carga para las arcas del Estado de algunas de las medidas tomadas,
como el apoyo a autónomos.
“El problema es que
hasta que empezó la desescalada, el mensaje fue de prudencia absoluta, control
total y que este año íbamos a tener que estar vigilantes”, recuerda Miller.
“Ya dije que con
ese marco de riesgo, cuando quisieras que la gente saliese a la calle, iba a
responder con miedo. Lo ideal hubiera sido ir diciendo ‘económicamente esto no
es sostenible, si la evolución va bien, vamos a intentar y recuperar el
verano’, pero de eso no se hablaba hasta mediados de mayo, cuando cambia radicalmente, de la noche a la mañana”.
Para el sociólogo, de
aquellos polvos (“salir en rueda de prensa dos veces al día para hablar de
contagios, mantener el marco de sacrificio y de riesgo continuo”) vienen estos
lodos. “No estamos hablado de seis meses, sino de que hace apenas dos o tres semanas aún se
mantenía un tono de una situación muy dramática que estaba
lejos de ser controlada, y en junio de repente se vuelve todo loco”, añade.
“Podría ser que los turistas extranjeros lleguen antes de que se abra Madrid,
pero eso no se puede deber a ninguna planificación lógica. El problema es ese,
que hemos ido día a día sin querer anticipar nada, pero se sabía que habría que
dar esos pasos tarde o temprano”.
No es nada
excepcional, ni siquiera entre los propios epidemiólogos. Esa semana, ‘The New
York Times’ publicaba una encuesta con
511 expertos en la que respondían cuánto tardarían en realizar actividades
cotidianas como dar abrazos o viajar en avión. Sus respuestas eran más bien
restrictivas: el porcentaje más alto admitía que esperaría más de un año antes de ir a una boda (o
funeral), dar un abrazo o la mano a un amigo o dejar de llevar mascarilla. Pero
incluso el plazo en el que situaban actividades que ya se están llevando a
cabo, como trabajar en la oficina, viajar en metro o celebrar pequeñas cenas,
se encontraba entre los tres y 12 meses.
En el confinamiento se vivía mejor
“Yo estaba muy bien en la fase 0.... Sin obligación de ir a ningún sitio, currando en casa, me dieron la excusa para no hacer todo lo que hacía antes forzado, y ahora lo tengo que hacer forzado y con condiciones… Nos estaban poniendo el futuro, pero nos lo han puesto con taras” (administrador de fincas, 29 años).
En un artículo publicado
en ‘The Conversation’, Ubieto explicaba que, en algunos casos, el confinamiento
se había convertido en un refugio ante una normalidad
opresiva. “Las víctimas del 'bullying' se sintieron aliviadas, al
igual que todas las personas extremadamente susceptibles o con fobia al
contacto social”, escribía. “Incluso una buena parte de los que se consideran
‘normales’ lo llevaron muy bien: leyeron, vieron series, ordenaron sus cosas,
hablaron con la familia… Cosas que antes sus ajetreadas vidas les impedían hacer”.
La sensación que
muchas personas experimentan al volver a la vida cotidiana es que hemos perdido
todo lo positivo que habíamos obtenido repentinamente (tiempo libre, ritmos
pausados, desaparición de ese sentimiento de no poder parar) sin haber recuperado
a cambio todo lo positivo que tenía la vieja normalidad. Es decir, nos hemos
encontrado con lo peor de ambos mundos, en que las
prisas y agobios han vuelto sin que lo hayan hecho otros premios positivos, y
teniendo que mantener indefinidamente una actitud de alerta.
“La nueva normalidad es uno de esos eufemismos que se utilizan en el mensaje político
cuando se quiere vender algo precario como
bueno”, valora Ubieto. “Es una vida aún más complicada de la que
teníamos antes, pero eso ningún político lo va a admitir en voz alta. Por eso
hay gente a la que le cuesta salir, y no hay que culparla”. Los hogares pasaron
durante este tiempo de ser refugios temporales a fortalezas preparadas para
aguantar una buena temporada, y de repente, esa seguridad se ha vuelto a caer,
empujados por las obligaciones económicas laborales.
Las restricciones
legales desaparecen antes que las mentales y la normalidad está llegando mucho
más rápido de lo que podemos asumir mentalmente, como explicaba Miller. “Todo
está basado en que si lo pongo en el BOE la
realidad cambia automáticamente, pero no es así”, explica. “Nos
estamos adaptando, pero no tan rápido como para dar un giro de 180 grados,
porque no puede ir todo al mismo ritmo. Los negocios y la empresa privada
pueden ir muy rápido, pero en otros lugares como la Administración pública o
los colegios va a
haber más reticencias”.
Volviendo a Shklovski, este escribió que “el arte hace que lo familiar sea extraño para que lo percibamos por primera vez, presentándolo de formas inesperadas, incluso extravagantes: el 'shock' de lo nuevo”. Si la nueva normalidad resulta tan impactante, quizás es por eso precisamente. Porque todo lo familiar de repente parece extraño, tal vez un poco extravagante, pero no muy artístico. Una copia mala de sí mismo.
EL CONFIDENCIAL, Jueves 11 de junio de 2020
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