ISABEL SERRANO ROSA / MARIO LAGUARDA SERRANO
Kintsugi es el arte japonés que repara uniendo con oro las piezas
rotas de cerámica. Es una tarea compleja, que produce un objeto de mayor
valor que el original porque, según su filosofía, la riqueza de un
objeto reside en mostrar su historia a través de sus roturas y
reparaciones. Kintsugi es la metáfora que describe el proceso que tiene
lugar en la adolescencia, cuando el mundo mágico infantil custodiado por los padres con superpoderes se fragmenta en mil pedazos. El cuerpo se transforma, los padres ya no son lo que eran.
Nuestro
mundo también se rompe, les hemos cuidado con esmero decidiendo cada
paso del camino, ahora nos cuestionamos y perdemos el rumbo. Pensamos
que todo sucede por nuestra culpa o contra nosotros pero sólo hacen lo que tienen que hacer: crecer.
Muchas
culturas reciben con alegría este momento, en la nuestra no es así,
tener un hijo de 13 años significa encontrarse con la cara de susto del
interlocutor. Parece que nuestra familia Disney se va a transformar en la familia Addams con un billete de ingreso en la casa de los horrores llamada pubertad donde nos esperan muchas trampas.
La
biología no facilita las cosas, el cerebro infantil con su exquisita
educación pasa por la centrifugadora hormonal y se transforma. Las
investigaciones demuestran que la parte del cerebro responsable de
evaluar las consecuencias está inmadura en el 85% de los jóvenes. No archivan los consejos: las conexiones cerebrales para ello no funcionan.
El
hilo de oro Kintsugi que repara las piezas es la relación que seamos
capaces de establecer a partir ahora. Juul, el gran terapeuta familiar,
afirma que en esta etapa los padres nos convertimos en el sparring de los hijos
que acompaña y amortigua los golpes de la vida. Los adolescentes son
nuestra escuela de crecimiento y muchas veces nos pulverizan la
autoimagen.
Yo sé quién eres. Cuesta mucho trabajo aceptar que tenemos un hijo
nuevo. Los hijos se quejan de que sus padres no les escuchan porque se
han forjado una idea de ellos. Nos van a hacer notar su desacuerdo con
todo los medios a su alcance, gritos, broncas, retos. Observe a su hijo ¿en qué se fija? ¿Lleva el boli rojo? Mírese al espejo, ¿es usted perfecto?
Comunicar
es escuchar. Aunque no lo parezca los jóvenes nos tienen en cuenta.
¿Qué piensa un adolescente?, le pregunto a Mario, mi hijo de 14 años:
"Al crecer perdemos un poco la comunicación con nuestros padres ya que
también empezamos a disfrutar de nuestra privacidad o del tiempo con los
amigos. Los padres pueden decirte que ahora ya nunca les cuentas nada y
cuanto más lo repiten, más ganas dan de cerrarse". Dejemos atrás los
sermones para utilizar el lenguaje personal: quiero-no quiero, me
gusta-no me gusta, quiero tener-no quiero tener. Aproveche el diálogo,
vale la pena correr el riesgo de escuchar otros puntos de vista. Grábese una conversación con el móvil: ¿lleva puesto el traje de padre o el de persona?
Soy
responsable. Empiezan a aceptar las consecuencias de lo que dicen y
hacen ¡pero su cerebro tiene cerrado ese departamento por reformas! ¿Qué
es ser responsable?, le pregunto a Mario. "Intentamos tener más
privilegios como salir hasta tarde. Ante estas exigencias, los padres
contraatacan con su as bajo la manga: la responsabilidad. Aunque estemos
ocupadísimos jugando una partida online, siempre puedes parar la
partida y seguir luego ¿no?". ¡Es dejar para más tarde la diversión! Han
de cuidar de sí mismos y hacer tareas que les hagan sentir miembros
valiosos del grupo familiar. Salgan a comer juntos para dialogar e intentar ponerse de acuerdo.
El
propio camino. Los hijos buscan su lugar en la foto del mundo mientras
para nosotros es difícil despedirnos de nuestra fantasía de hijo. Su
pelo azul, la novia insoportable o los estudios en dique seco nos lo
recuerdan. "Ser adulto es un mundo de posibilidades -dice Mario- como
conducir o poder hacer lo que quiera porque tengo la madurez para
elegir. Está bien que los padres nos dejen un poco de libertad".
Al rechazar su modelo ambos aprenden mucho. Pueden recordar momentos
vividos juntos y transmitir el mensaje de que está dispuesto a ayudarle.
Saltarse
las normas. Anhelamos que cambien en la dirección que calme nuestros
temores y respete nuestros valores, por eso ponemos normas, lo
complicado es saber qué hacer cuando se las saltan. Hable con los hijos
de su malestar y de lo que ellos consideran las consecuencias de sus
actos para buscar soluciones conjuntas. No nos amarán en ese momento
pero ¿preferimos querer a los hijos o ser populares para ellos? Las dos cosas a la vez no son posibles.
Tenga una asamblea familiar de vez en cuando, será el momento
democrático para hablar todos. Intente hacerlo lo mejor que sepa y
establezca el puente del diálogo pero sobre todo no lo tome como algo
personal, se llama adolescencia.
EL MUNDO, Martes 10 de mayo de 2016
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