CARLOS ARROYO
El título es de usos múltiples. En manos del lector quedan
sus connotaciones. Estas van desde la más obvia e inocente, que el colegio no es
el único lugar en el que se aprende; a la más incómoda, que ya está bien de
depositar en los centros la responsabilidad educativa universal, y que padres,
instituciones, autoridades, sociedad civil, agentes culturales y mediáticos, y
el mismísimo estudiante tienen algunas responsabilidades a las que hacer honor.
De las interpretaciones me gusta más la incómoda y, pidiendo humildemente permiso al periodista Javier
Sampedro, me remontaré a Darwin para desarrollarla.
Los seres humanos formamos parte de la naturaleza, pero nos hemos agenciado una
pequeña escapatoria para no regirnos del todo por sus leyes. En 1859, contra
viento y marea, y 23 años después de su viaje en el Beagle, Darwin (conceptualmente
acompañado de Alfred Russel
Wallace) se atrevió a plantear que, en una especie de ensayo y error
continuado, la naturaleza evoluciona en un proceso evolutivo de millones de
años basado en dos ideas: descendencia con modificaciones (o herencia genética
con mutaciones, en lenguaje de hoy) y adaptación al entorno local (gracias a la
selección natural, que no es que el pez grande se coma al chico, sino que el
pez adaptado a su entorno prolifera más que el que no se entera de qué va la
fiesta).
La evolución natural es desesperantemente lenta y, por paradójico
que suene, más que proyectarse al futuro, es hija del pasado. Hemos decidido
que no disponemos de tiempo y debemos adaptarnos al futuro de forma acelerada. También
que, en lugar de adaptarnos al entorno local es mejor hacerlo a un entorno
global. Son dos ideas esenciales: aceleración y globalización.
El aprendizaje es nuestra mejor alternativa para esas
redefinidas reglas del juego, porque, en el corto periodo de la vida humana, no
podemos permitirnos el lujo de cambiar a ritmo natural. Necesitamos acelerar: aprender
rápidamente lo que otros han aprendido y descubierto antes que nosotros. Para
eso tenemos los sistemas educativos, creados inicialmente para asegurar la
difusión y replicación de valores y pautas sociales, y que ahora son
imprescindibles para acelerar nuestro proceso de aprendizaje (y posterior cambio).
Pues bien, la existencia de un ámbito genéricamente tan eficiente
como el sistema educativo ha traído una consecuencia indeseable: la idea de que
toda la educación es precisamente responsabilidad del sistema educativo. En otras palabras, muchos piensan y pocos dicen que son los profesores los que tienen que enseñarlo todo.
Lo mismo da que se trate de resolver inecuaciones de segundo
grado, explicar las consecuencias de la Revolución Francesa, apreciar el
diabólico humor de Quevedo o conocer el modelo atómico estándar (que puede ser
muy estándar, pero no se está precisamente quieto). Y también pedimos que en el
comedor enseñen a nuestros hijos a manejar con soltura y corrección el cuchillo
y el tenedor, que les proporcionen criterio para no quedarse obnubilados
ante la telebasura, que les adiestren en las normas de tráfico, que les
sensibilicen contra los malos tratos y las discriminaciones raciales, que les
impregnen de espíritu emprendedor y que les acerquen los valores morales
necesarios para ser ciudadanos responsables. Y por qué no, que les enseñen a
cocinar o, ya puestos, también a planchar o a hacerse la maleta.
Todo eso está bien. Todo es necesario. ¿Pero todo lo deben
aprender en el colegio o el instituto? ¿A qué nos dedicamos en casa? ¿A
quejarnos de que en el colegio no enseñan como nos gustaría? ¿En dónde
guardamos nuestra responsabilidad personal de educadores de nuestros hijos?
¿Por qué tantos adultos delegan casi todo en los profesores?
Creo que mirar para otra parte cuando nos toca ejercer de
educadores no es razonable, ni conveniente ni moralmente aceptable. Los padres
en particular, y también la sociedad en múltiples facetas, tienen una
responsabilidad de la que no se puede abdicar. Derivar todo al colegio o el
instituto no tiene sentido. Los horarios académicos no son de plastilina, no
podemos ir llenándolos incesantemente de cosas muy importantes sin sacar otras
tan importantes o quizá más. Tenemos que jerarquizar, y eso obliga a dejar
cosas fuera, porque el tiempo de nuestros estudiantes y nuestros profesores no
es más elástico que el nuestro, aunque resulte cómodo pensarlo. Así que debemos
ser conscientes de que, con un tiempo limitado, quedarán fuera temas
importantes, incluso importantísimos.
La educación es una tarea compartida, y muchas de las cosas
que queremos que asuman nuestros hijos tendremos que enseñárselas en casa, y no
siempre con palabras, sino a menudo con el ejemplo. La Constitución puede
enseñarse en clase, pero a ser un buen ciudadano se aprende en casa. La Semana
de la Solidaridad puede celebrarse en el centro escolar. Pero la sensibilidad
social se aprende en casa. El debate civilizado se puede practicar en clase,
pero el respeto a la diferencia razonable de ideas se aprende en casa.
Porque si no, a este paso, cuando un chico deje la ropa
usada tirada en el suelo también le vamos a echar la culpa al instituto. Por no
habérselo enseñado.
¿En lugar de qué?
Nota. Sobre el tema de la abdicación de las
responsabilidades educativas en los colegios recomiendo el post de Pablo
Gentili Los ricos y
su pobre opinión sobre la escuela pública, publicado el pasado 17 de
febrero en el blog Contrapuntos, de EL PAÍS, cuyo seguimiento también
recomiendo vivamente. Gentili, al que he tenido la suerte de conocer en Buenos Aires, me parece
un experto digno de ser leído y escuchado pero que muy atentamente.
AYUDA AL ESTUDIANTE / EL PAÍS, lunes 4 de marzo de 2013
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