ÍNIGO DOMÍNGUEZ
¿Hay algo más triste que una pareja en silencio en un restaurante y
cada uno mirando su móvil? Sí, una pareja con hijos en un restaurante
haciendo lo mismo, pero todos juntos, en familia, con los niños absortos
en un móvil o una tablet. Entre eso y un grupo de amebas no hay mucha
diferencia. Si algunas familias lo hacen a la vista de todos no quiero
ni pensar cómo será cuando cenen en casa. Con la tele puesta, imagino.
¿No es asombrosa la cantidad de gente hecha y derecha que en un avión se
pasa dos horas con un juego de bolas de colores? Si de todas formas
nuestros niños ya se arriesgan a llegar a eso de adultos, y empiezan tan
pronto, en el futuro conseguiremos unos estupendos ejemplares de
borricos tecnológicos.
Me limitaré al caso de los niños, lo de los más mayores y
adolescentes con el móvil ya es para llamar a un equipo de exorcistas.
Si al ver esa pareja del restaurante uno piensa que tienen una crisis,
aunque ellos no lo sepan, y les das dos telediarios, debemos admitir que
con niños es peor. No traes un niño al mundo para que no te dé el
latazo. Los niños lo dan, es algo mundialmente sabido. Porque todos
hemos sido niños y lo hacíamos. Es una simplificación peyorativa, por
supuesto: no es que sean pesados, es que reclaman nuestra atención, y a
menudo para cosas interesantísimas, si uno se pone en situación. Y ahí
nos duele, porque hoy los adultos vivimos muy dispersos. Hay cantidad de
chorraditas que nos tienen entretenidos y abducen nuestra atención.
Puedes ir por la calle dando collejas y la mitad, encorvados con el
móvil, ni se enteran por dónde les ha venido.
Lo más difícil del mundo con los enanos es eso: estar ahí. Piden
tiempo, nuestro tiempo. Tirar de móvil es estar con ellos pero como si
no estuviéramos. Como decir: “Cariño, apaga el niño, dale la tablet”.
Luego se obsesionan y se enganchan, claro. Cómo no se van a obsesionar
si nos obsesionamos nosotros, que somos mayorcitos. Lo peor de estos
padres es que lo saben. Cuando lo hacen es frecuente oír explicaciones:
no lo hago mucho, solo cuando se ponen pesados. Te cuentan con inquietud
que el niño está enganchado, y no hay manera de quitarle el aparatito.
Se tiende a evitar conflictos. Montar un pollo con el chaval está mal
visto. Te miran como a un nazi y a él como a carne de psicólogo con
traumas acumulados. Quien no se siente obligado a justificarse ya es un
caso perdido, casi ofensivo, porque parece que piensa que a ti también
eso te parece normal.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)
lo corrobora: los padres lo saben -y menos mal, no nos hemos vuelto
todos chalados-, pero lo que pasa es que se han rendido. Una encuesta
del mes de abril revelaba de forma demoledora que nueve de cada 10
padres españoles creen que las nuevas tecnologías han cambiado mucho o
bastante la vida de las familias -a peor se entiende-, que niños y
jóvenes tienen dependencia, que les hacen perder el tiempo, les vuelven
más perezosos y les aíslan. La fractura entre la teoría y la práctica
quedaba demostrada por un dato: el 80% pensaban que la edad idónea para
empezar a usar las redes sociales era entre 12 y 18 años, pero más de la
mitad admitía que sus hijos habían comenzado entre los seis y los 11.
Unos calzonazos. Los encuestados concluían que sí, que es un problema,
pero que es “inevitable”. Es el retrato de una derrota colectiva. Luego
te cuelan la reforma laboral, o a Axl Rose en AC/DC, y es lo mismo: era
inevitable, las cosas han venido así.
No sé, yo creo que lo que tiene que hacer un niño es mirar alrededor.
Aburrirse estimula mucho más la creatividad y saber esperar es una de
las cosas más importantes que se pueden aprender en esta vida, porque
toca esperar mucho, a veces para nada. No sé qué idea pueden hacerse del
uso del tiempo libre y del arte de la conversación, de la imaginación y
la improvisación si los minutos se asfaltan con hipnosis en una
pantallita. No se rindan. Es tremendo recordarlo: nos observan, nos
conocen mejor que nosotros mismos, y lo que es peor, nos imitan. Esta
batalla es difícil porque la única manera es predicando con el ejemplo,
que nos vean menos pegados al teléfono. Muchos niños, cuando dibujan a
sus padres, les retratan con un móvil en la mano. Me pasó a mí. No se lo
deseo. Arrojen el móvil por la ventana si aún están a tiempo. Jueguen
con ellos aunque sea al parchís magnético. (Nota para el editor: firmar
esto con seudónimo).
EL PAÍS/SAPOS Y PRINCESAS, Domingo 22 de mayo de 2016
Imagen: El País
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