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Mis alumnos y la mala educación

JAIME LÓPEZ FERNÁNDEZ
El cocinero indignado
En los últimos años, el comportamiento de mis alumnos en secundaria y bachiller ha ido relajándose en las formas hasta tal punto, que cada año que pasa se hace más difícil sostener el pulso normal de una clase. Mantener viva la atención del alumno requiere de tanto esfuerzo, de tal cantidad de energía, que se invierte más tiempo en corregir comportamientos inadecuados que en impartir los contenidos de un currículo demasiado extenso para las condiciones en las que ha de impartirse.
No es un problema que se dé únicamente en mis clases; es una situación generalizada, reforzada aún más por el incremento de las ratios y la reducción de profesorado, que si bien ha ahorrado dinero al Estado (ese era el fin), lo ha hecho a costa de la formación adecuada de los alumnos.
No hablo de graves problemas de comportamiento, que los hay, aunque son los menos. Me refiero a esa relajación en las formas, en el saber estar, que entorpece el clima de convivencia adecuado para que el aprendizaje se produzca con naturalidad. Toda la vida se ha dado, es cierto. De hecho, no hay ninguna diferencia entre los alumnos de ahora y los de antes; entre mis alumnos y yo mismo cuando lo era. Sólo hay dos cosas que nos diferencian: que ahora esta situación se da más, más descaradamente, de forma más generalizada; y que hoy los alumnos están infinitamente mejor formados que nosotros a su edad, por más que se intente vender lo contrario.
Siempre he dicho a mis alumnos que portarse mal, pero hacerlo bien es una máxima que en la escuela adquiere valor de ley para que las relaciones dentro del aula no impidan el normal desarrollo de las clases y el aprendizaje. Pero cada día que pasa observo que es una batalla perdida. Como en cualquier situación donde nos relacionamos con otras personas, portarse mal puede ser una opción, pero hacerlo bien es una obligación cuando nuestro comportamiento influye negativamente en los demás. Es una cuestión de supervivencia y saber estar que a estas edades ya debe estar interiorizado. No atiendas, estás en tu derecho, pero no molestes. Cuchichea, pero no vociferes. Habla, pero no grites. Hazte ver, pero no te hagas notar. Respeta el turno de palabra, no monopolices. Pide permiso, no hagas lo que te venga en gana. Aporta cuando hables, no expreses todo lo que pase por tu cabeza. Cuestiona la vida, pero no todo cuanto se dice, porque has de valorar la experiencia de tus mayores, sean o no profesores, creer en su criterio y respetarlo.
Porque ser mayor no es cuestionarlo todo porque sí. Ser mayor es cuestionarse la existencia para poder construir el camino por el que va a transcurrir la vida. Ser mayor es valorar lo que se tiene y lo que realmente se necesita. Ser mayor es asumir los errores y aceptar la responsabilidad de nuestras acciones en nosotros y en los demás... Y como aún eres joven y te queda mucho camino por recorrer, confía, no receles, déjate guiar y respeta, porque ese buen fondo que tienes debe ir acompañado necesariamente de unas buenas formas para no parecer un maleducado.
Probablemente son muchas las causas que nos han llevado hasta aquí, pero pienso que el alumno no es sino una víctima más; un hijo de su época, como cada uno lo ha sido de la suya. El resultado de la imagen que la propia sociedad proyecta. Una sociedad que no le deja crecer ni progresar adecuadamente en las formas. Una sociedad que ha olvidado enseñar en casa los valores básicos que facilitaban la convivencia; normas de comportamiento cívico que hacen la vida más sencilla. Porque en muchos casos esta sociedad ha perdido la autoridad en casa y la delega.
Una sociedad que ha eximido a los chavales de toda responsabilidad sobre sus actos, en la escuela y en la calle, y hace que maduren mucho más tarde. Porque sin responsabilidad, no hay crecimiento ni se madura al ritmo que corresponde a esa edad. Y sin consecuencias, sobre sus actos, tampoco.
Hoy se dan comportamientos en 2º de Bachiller que hace unos años sólo se daban en 3º de la ESO. Hoy el mismo alumno que es mayor para salir el fin de semana hasta la madrugada (y me parece perfecto si es cumplidor con sus obligaciones), no lo es para aceptar la responsabilidad si sale del instituto sin permiso, obligando al profesor a montar guardia en la puerta como un policía de paisano, pues las consecuencias de su huida recaerían sobre él. Hoy los institutos son el resultado de un proceso de infantilización iniciado el mismo día en que abrieron sus puertas a los alumnos de 12 y 13 años. De tal forma que, ante el miedo a una influencia negativa de los compañeros mayores, los centros se adaptaron en todos los sentidos a esta edad y, en lugar de acelerar el proceso de maduración de los más pequeños, se han infantilizado todos los niveles y se ha extendido la infancia, diluyendo la asunción de responsabilidades hasta las puertas de la universidad.
Y es que formación y educación van de la mano y se sientan juntos en el pupitre del aprendizaje. Y no son lo mismo, aunque lo parezca; pues la primera nos equipa de conocimientos, mientras que la segunda, además de formarnos, nos adorna con valores, con normas de convivencia y contenido ético y moral, elementos ideales con los que confeccionar el traje a medida, cómodo y perfecto que ha de acompañarnos toda la vida.
La buena noticia es que en un momento de este viaje, el fondo y la forma terminan yendo juntos de la mano en la inmensa mayoría (doy fe de ello, viendo a mis alumnos años después). Tal vez, la única objeción al mismo es lo largo que se hace el camino hasta que ese día llega.
(...)
HUFFINGTON POST, Viernes 27 de mayo de 2016

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