CRISTINA SAEZ
Si para merendar a un niño le dan a escoger entre una manzana y algo
de bollería, es muy probable que opte por lo segundo. Elegir alimentos saludables
pero tal vez menos sabrosos supone un desafío para los pequeños, cuyo
cerebro aún está madurando y las funciones de autorregulación y
ejecutivas no funcionan a pleno rendimiento. No obstante, aunque se
decida finalmente por el bollo, dudará y pensará en qué querría su madre
que comiera.
Los niños, sobre todo cuando son pequeños, tienen muy en cuenta a la hora de decidir qué alimentos tomar aquello que intuyen que sus madres preferirían. Así lo ha comprobado un equipo de investigadores de la Universidad de Kansas en un estudio con 25 niños de entre 8 y 14 años.
“Las opiniones y preferencia de la madre respecto a la comida tienen una gran influencia en cómo el niño experimenta un alimento”,
explica la investigadora Amanda Bruce a Big Vang en una entrevista a
través de correo electrónico y resalta la importancia de esas
interacciones entre madre e hijo como una forma de establecer hábitos
alimentarios saludables para toda la vida.
“En los primeros años de vida, si una madre odia por ejemplo el
brócoli, seguramente ya no lo introducirá en la dieta de su hijo. Y a
eso se suma el hecho de que la percepción que tiene el niño sobre los
gustos y elecciones de la madre puede ser incluso más importante que el
alimento en particular”, añade Bruce, autora principal del estudio,
cuyas conclusiones se publican en Nature Communications.
Bruce junto con el resto de investigadores del equipo realizaron un experimento en el que combinaron una serie de tests de conducta con imágenes neuronales tomadas por resonancia magnética para ver qué ocurría en el cerebro cuando el niño decidía qué comer.
Primero les mostraban a los chavales fotos de distintos alimentos,
desde espárragos y manzanas, a patatas fritas y chucherías. Y les pedían
que valoraran el gusto, si les gustaban mucho o poco; luego que dijeran
si consideraban que eran saludables o no. Por último, les preguntaban
si les gustaría comerse ese determinado alimento y si a sus madres les
agradaría que se lo comieran.
Los resultados, incorporados a un modelo de comportamiento, muestran
que las preferencias de los niños son una combinación de su gusto
personal pero también de lo que infieren que su madre escogería para
ellos.
“Está claro que siempre habrá alimentos en que padre e hijos
difieran. Por ejemplo, a tu madre le pueden chiflar las acelgas y a ti
no, pero seguramente serán muchas más las comidas en que coincidiréis
que en las que no”, comenta Bruce.
Los investigadores también escudriñaron el cerebro de los niños para
ver qué ocurría cuando tomaban decisiones. E interesantemente observaron
que cuando el pequeño escogía aquello que le gustaba a él, como una chuchería, se activaba el córtex prefrontal ventromedial, el área que está implicada en las recompensas. En cambio, cuando pensaba en aquello que su madre
elegiría, era el córtex prefrontal dorsolateral izquiero, una zona vinculada al autocontrol, la que se ponía en marcha.
“Seguramente, ese efecto de las preferencias de la madre será mayor
en niños menores de ocho años y, en cambio, menor en adolescentes. Y en
adultos jóvenes es probable que sea mínimo y se vea reemplazado por
otros factores, como aquello que le gusta a los amigos o lo que ven en
los medios de comunicación”, señala la investigadora Bruce.
Y vieron que cuando los niños hacían sus elecciones, la región
encargada del autocontrol inhibía a la de recompensas. Eso sugiere que las preferencias de alimentos de la madre tienen un efecto regulatorio en la toma de decisiones de los niños. Y podrían ser una herramienta muy eficaz para luchar contra la epidemia de obesidad infantil actual. Entender cómo deciden qué comen puede ser clave para poderlos animar a tomar mejores decisiones alimentarias.
LA VANGUARDIA, Miércoles 25 de mayo de 2016
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