EVA VAN DEN BERG
En abril, el gobierno británico anunció un nuevo impuesto a partir de
2018 que gravará las bebidas azucaradas que contengan más de 5 gramos
de azúcar por cada 100 miligramos con el objetivo de combatir la
obesidad infantil y enfermedades asociadas a esta, como por ejemplo la
diabetes, una decisión que la Royal Society for Public Health (RSPH) ha calificado como “un paso real en la buena dirección”.
Pero Reino Unido no es pionero. Muchos otros países ya lo han
implantado: Dinamarca, Francia, Hungría, Noruega, Sudáfrica, y en
algunos Estados de EE UU o México, que tiene uno de los índices de
obesidad más altos del mundo, según la OCDE:
alrededor del 32% en adultos, una cifra similar a la de niños que
sufren algún tipo de sobrepeso. De momento, los resultados de esta
medida han sido muy variables y ha pasado poco tiempo para comprobar la
eficacia y sus resultados.
Bittor Rodríguez,
doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos, investigador de la
Facultad de Farmacia de la Universidad del País Vasco y presidente de la
Sociedad Española de Dietética y Nutrición (SEDYN),
se muestra a favor: “Gravar estos productos parece una opción útil de
acuerdo con experiencias e iniciativas en otros países, además de
lógica, teniendo en cuenta que otros productos que afectan a la salud
también tienen impuestos especiales. Esto pretende obligar a reducir el
azúcar no necesario y mantener alerta al consumidor sobre aquellos
productos que lo contienen en cantidades excesivas. No obstante, junto a
estas medidas es importante proponer alternativas al consumo ya que
prohibir o limitar sin propiciar alternativas suele ser efectivo a
medias. De entrada, incentivar la ingesta de fruta en lugar de postres y
dulces industriales”.
En busca de una solución contra la obesidad
El problema es serio: según la Organización Mundial de la Salud (OMS), hay en el mundo 1.900 millones de adultos con sobrepeso y otros 600 millones sufren obesidad. Pero no solo eso: el nefrólogo Richard Johnson, de la Universidad de Colorado, Denver (EE UU), y coautor junto a Timothy Gower del libro The Sugar Fix: The High-Fructose Fallout That Is Making You Fat and Sick
(algo así como El chute de azúcar: la alta concentración de fructosa
que te engorda y enferma) añade que mientras que en el año 1900 solo el
5% de la población era hipertensa, hoy lo es una tercera parte de la
humanidad. Y si en 1980 se estimaba que había 153 millones de
diabéticos, ahora son unos 350 millones. Y parece que el azúcar tiene
mucho que ver; lo ingerimos en cantidades industriales –nunca mejor
dicho– y cuando, por ejemplo, tomamos ciertas bebidas preparadas (zumos,
batidos, cafés, refrescos…) podemos llegar a meternos entre pecho y
espalda una media de 9 cucharillas (cada una equivale a unos 4,1
gramos). Y esa dosis puede aumentar mucho más en según qué productos.
¿Somos conscientes de ello? Resulta que no. El vicio por el azúcar es
un fenómeno global. Según la OMS, la cantidad recomendada por día es de
unos 25 gramos, o lo que es lo mismo: 6 cucharillas diarias. Sin
embargo, en el mundo consumimos, de media, 24 kilos por persona y año,
lo que se eleva a 33 en los países industrializados. Estas variaciones
pueden ser muy acusadas según el país: de 126,4 gramos per cápita y día
en EE UU (casi 31 cucharillas) a 5,1 de India (poco más de una), según
Euromonitor, que realiza estudios de mercado. Tras EE UU le siguen
Alemania y Países Bajos (25 cucharillas), Irlanda (23,5) y Australia
(23). España ocupa el lugar número 20, con una ingesta media de 70,1
gramos diarios: nada menos que 17 cucharillas.
La culpa es de la evolución
Parece que la evolución es la responsable de que tomemos tanto. Así lo afirma el biólogo y divulgador científico Mark Nelissen en su interesante (y divertido) libro Darwin en el supermercado: cómo influye la evolución en nuestro día a día
(Ariel): nuestros antepasados llevaban una vida mucho más equilibrada
en lo que se refiere a la proporción entre la ingesta de alimento y la
energía gastada. Encontrar comida ya era de por sí un deporte bastante
duro y, por tanto, la obesidad no tenía lugar. Al contrario, muchos no
conseguían triunfar en esas olimpiadas alimentarias y morían de
inanición. Por ello, la evolución se las ingenió para darnos la
oportunidad de perdurar. Inventó una despensa incorporada –los acúmulos
de grasas alojados en los tejidos corporales– y nos dotó de un mecanismo
refinado: una atracción insondable por las dos fuentes energéticas más
potentes. ¿Imagina cuáles? Efectivamente: el azúcar y las grasas.
Lástima que, aunque entonces funcionaba perfectamente, ese proceso
evolutivo se nos ha quedado desfasado. Una sutil estrategia adaptativa
que, para rizar el rizo, incluyó una señal de stop para avisar
al cuerpo de que ya había comido suficiente: el sistema regulador aún
vigente que, entre 30 y 45 minutos después de tomar alimentos, emite un
mensaje que va al hipotálamo, en el cerebro, mandándole que pare porque
ha comido suficiente, tras el cual nos sentimos saciados. Sin duda le
iba de perlas a aquellos antecesores nuestros que se alimentaban de
carne cruda, frutos secos y tubérculos, manjares que requieren de una
larga masticación. Sin embargo, hoy es un auténtico desastre. En 45
minutos… podemos comernos medio mundo.
El azúcar no es una droga
Aunque nos pueda parecer una exageración, en muchas publicaciones se
ha hecho referencia a ciertos estudios que sugerían que muchas personas
sufren adicción al azúcar y que, por lo tanto, podría ser tratada del
mismo modo con que se trata el consumo abusivo de drogas. Así lo
aseveraba la neurocientífica Selena Bartlett, de la Queensland University of Technology, de Brisbane (Australia), que dirigió el primer estudio,
realizado con animales, que evidenciaba cómo los medicamentos basados
en la vareniclina (sustancia usada para tratar la adicción a la
nicotina), eran útiles también para acabar con la necesidad
incontrolable de azúcar.
¿Cómo funcionaría esa dependencia? “El exceso de consumo contribuye
directamente al aumento de peso e incrementa los niveles de dopamina que
controlan los centros de recompensa y placer del cerebro, de una manera
similar a como actúan muchas drogas, incluyendo el tabaco, la cocaína y
la morfina”, decía Bartlett. A largo plazo, produciría una reacción
opuesta: la dopamina se reduce, lo que conduciría a un mayor consumo de
azúcar para recuperar esas cotas perdidas.
El estudio señalaba también que los animales que mantienen un alto
consumo de azúcar, y la tendencia a pegarse grandes comilonas en la edad
adulta, podían enfrentarse a consecuencias neurológicas y psiquiátricas
que afectarían tanto al estado de ánimo como a la motivación.
Para José Antonio Cabranes,
jefe de Psiconeuroendocrinología del Instituto de Psiquiatría y Salud
Mental del Hospital Clínico San Carlos, de Madrid, más que hablar de
adicción al azúcar, deberíamos referirnos al “enganche” que nos producen
todos los alimentos con sabor agradable, denominados palatables
en inglés. Por otra parte, mantiene que no está claro que el azúcar en
sí mismo sea adictivo en humanos. “Cuando decimos que un nutriente es
adictivo, implica que contiene ingredientes, o que posee una propiedad
inherente, capaces de provocar la necesidad de la sustancia en los
individuos predispuestos. Es decir, debe presentar las características
que definen las drogas de abuso (componentes de uso no médico con
efectos psicoactivos y susceptibles de ser autoadministradas): por un
lado la tolerancia, que se caracteriza por la necesidad de ir aumentando
la dosis para obtener unos mismos efectos, y, por otro, la dependencia y
el síndrome de retirada”, explica Cabranes. Sin embargo, estima que no
hay evidencia científica suficiente para etiquetar como adictivos algún
micronutriente, ingrediente o comida común. “Por tanto, me parece
prematuro hablar de adicción a un alimento. Si tenemos en cuenta que las
dietas de los sujetos que comen en exceso contienen un amplio rango de
alimentos palatables, me parece más correcto referirse a
adicción a una conducta alimentaria", explica. Sin duda, las emociones
son determinantes en la motivación de las conductas. “Si estas son
negativas pueden detonar la sobreingesta de esta comida sabrosa pero
poco saludable”, añade Cabranes, quien subraya que el azúcar es un
nutriente básico en nuestra dieta y que es su consumo excesivo el que
causa el aumento de peso.
Si lo haces, lo pagas
¿Cuánto es demasiado? Preguntamos a Bittor Rodríguez: “Se considera
excesivo consumir azúcar por encima del 10% de la energía diaria
requerida por una persona, un límite bastante permisivo, ya que lo ideal
sería no sobrepasar el 5%. Para una persona que necesita 2.000
kilocalorías, 200 (como máximo) deberían provenir de azúcares. Si un
gramo de azúcar aporta 4 kilocalorías, con 50 gramos de azúcar
alcanzaríamos esas 200. 50 gramos de azúcar equivalen a unas 12
cucharillas de café, y con uno o dos refrescos o zumos comerciales
llegaríamos a ese valor, sin contar con el azúcar en el cacao del
desayuno, la mermelada, los caramelos, las salsas u otras fuentes de
azúcar que tomamos a diario", explica. Además de la caries dental,
añade, “el consumo excesivo se asocia al riesgo de padecer sobrepeso y
obesidad –los hidratos de carbono que consumimos de más, y por tanto no
quemamos, se convierten en grasa en nuestro organismo– y a la diabetes:
una vez más, en exceso, el azúcar promueve elevados niveles de glucosa
en sangre, que a su vez propician altos niveles de insulina encargada de
retirar el azúcar en la sangre. Con el tiempo, el organismo puede
acostumbrarse a esos elevados niveles de insulina, volviéndose en última
instancia resistente a la misma, lo que se denomina diabetes tipo II”.
Para este experto en Ciencia y Tecnología de los Alimentos no hay
duda de que una correcta educación alimentaria puede mostrarnos que se
puede obtener placer a través de la comida sin renunciar al azúcar ni
recurrir a los bollos. “Sin caer en al absolutismo o el integrismo, pues
la expresión A nadie le amarga un dulce es una afirmación útil siempre y
cuando no sea excusa para el abuso, conviene incrementar el consumo de
fruta, una fuente de azúcar saludable que aporta, además, fibra,
vitaminas y antioxidantes protectores de la salud”, concluye.
Para Cristina Echevarría,
nutricionista en el Instituto de Educación Nutricional Alimenta’t de
Barcelona, reeducar el paladar es una cuestión clave. “Nuestro organismo
necesita azúcar, ya que posee principalmente una función energética y,
junto con las proteínas, también tiene una función estructural. Por lo
tanto, no nos interesa eliminarlo totalmente de nuestra dieta. Pero el
que encontramos de forma natural en alimentos (como legumbres, patatas,
frutas o verduras) no es el mismo azúcar (en forma de monosacáridos,
como la glucosa o la fructosa) que ingerimos cuando tomamos el de mesa,
bebidas o zumos de frutas envasados”, aclara. Así pues, rebajar la dosis
de azúcar extra –también la de otros edulcorantes, hoy en día tan en
boga y con sus propias polémicas a cuestas– y acostumbrarnos a los
sabores que los alimentos nos ofrecen sin necesidad de tanto aderezo es
la mejor opción para mantener a raya los efectos (indeseados) de
lanzarnos al dulce vicio.
Las consecuencias de un consumo que sobrepase los límites saludables
se evidencian principalmente en la salud. No obstante, el abuso puede
costar caro también para el bolsillo. En la siguiente imagen puede
observar cuáles son los impuestos que se cobran de nuestros excesos,
tanto el Estado como nuestro cuerpo.
EL PAÍS, Miércoles 18 de mayo de 2016
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