MARTA GARCÍA ALLER
Noviembre de 1995. Suelto el mando de la Super Nintendo y quito el CD de Los Planetas. Cojo una camiseta (talla M), una camisa de cuadros, unos vaqueros y unas zapatillas Converse; me despido de mis padres y me voy a Malasaña.
Noviembre de 2005. Dejo el mando de la Play Station 2
y apago el iPod con Los Planetas. Cojo una camiseta (talla L), una
camisa de cuadros, unos vaqueros y unas Converse; me despido de mi perro
y me voy a Malasaña.
Noviembre de 2015. Suelto el mando de la Play 4 y cierro Spotify mientras
suenan Los Planetas. Cojo una camiseta (talla XL), una camisa de
cuadros, unos vaqueros y unas Converse; me despido de mi hija y me voy a
Malasaña.
¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Soy el único tipo de 38 años que sigue viviendo como a los 18?
No. En absoluto. Somos legión. Una legión de niños grandes que está
cambiando la sociedad y sus hábitos de consumo. Seguramente a peor,
claro.
Según un estudio reciente de la facultad de Medicina de Pittsburgh,
los impulsos cerebrales vinculados a la adolescencia no duran hasta los
15 años, como se creía hasta ahora, sino hasta los 25. Una oportuna
excusa científica para justificar esta inmadurez crónica que, mezclada
con factores económicos y laborales, ha creado un monstruo: el adultescente (sí, la palabra es horrible, pero se entiende).
Es la juventud tardía, según denominación de la Universidad de Chicago.
Una nueva especie que ha cambiado los parámetros históricamente
asignados a las personas de entre 20 y 35 años: abandonar el nido,
acabar los estudios, encontrar trabajo, casarse y tener hijos. Todo se
difumina ahora en un limbo eterno para felicidad de la industria textil y
del ocio.
Las empresas han cambiado incluso la definición de lo que es ser joven...
Según la consultora Kantar Worldpanel,
las marcas de ropa han pasado de considerarnos jóvenes hasta los 30
años a hacerlo hasta los 45. Y si antes los clientes senior eran los
mayores de 50, ahora no se entra en tan impopular categoría hasta los
65. En el fondo, las marcas son como las clásicas abuelas que siguen
refiriéndose a sus amigas del colegio como «una chica». «Pasa con
hombres y con mujeres. La mujer de 50 años es como la de 30 de antes: tener hijos no le cambia la forma de vestir.
Lleva vaqueros y camisetas y es una gran compradora de productos y
experiencias que ayuden a sentirse más joven», explica Rosa Pilar López,
directora del área Textil y de Moda de Kantar.
Los jóvenes tardíos han arrastrado sus hobbies adolescentes hasta la edad adulta sin disimulo ni vergüenza.
Bueno, un poco de vergüenza sí: sólo pedimos a nuestras parejas que se
disfracen de princesa Leia o de Han Solo en ocasiones especiales. Pero
la percepción pública ha cambiado y lo que era de pardillo, hoy es cool.
Hace 20 años escondías tus tebeos si subía gente (chicas, sobre todo) a casa. Ahora los superhéroes son los amos del cine, un tomo de Watchmen viste más cualquier salón que una lámina de Edward Hopper y puedes hacer sesudos análisis en voz alta del Batman de Nolan en
cualquier garito hipster de moda. Antes una conversación así se
limitaba al oscuro escenario de tu tienda de cómics favorita. «El boom
del manga nos trajo a las chicas y el del cine de Marvel, a los adultos
que no llevan camisetas de los X-Men», comentan en Arte 9, un clásico
del mundo comiquero madrileño.
Pero quizás nada sea más
representativo de este cambio que los videojuegos: denostados por la
anterior generación de padres («Deja la maquinita y sal a la calle») y
pasión de los padres de hoy. La edad media del jugador actual es de 35 años,
según datos de la Federación Europea de Software Interactivo. Sí, no es
una errata: 35. Vamos, que por cada adolescente con acné jugando al
FIFA hay un cuarentón con barriga viciado al Call of Duty.
Manuel Curdi, jefe de producto de Nintendo,
analiza el fenómeno: «Entre nuestros consumidores hay muchos
treintañeros. Son los niños que empezaron a jugar con nuestras primeras
consolas, hace 30 años, y que ahora siguen jugando con los últimos
modelos. El perfil del cliente de esa edad es cada vez más importante para la industria».
Y no cuela justificarse diciendo que los juegos son cada vez más
maduros: la mitad de la gente que elige los de Pokemon, protagonizados
por un bichejo amarillo con coloretes, ronda la treintena.
En España, el 40% de adultos (o lo que seamos ahora) juega de vez en cuando y el 25% todas las semanas.
Y es el segundo país de Europa, tras Suecia, donde los padres
consideran más positivo utilizar videojuegos para educar a los hijos. Y
sí, lo asumo: he usado este informe como excusa para comprar una consola
nueva y quedarme hasta las mil dándole al The Witcher cuando todo el
mundo se acuesta. Eso es así y sé que no estoy solo. La madrugada es
nuestro refugio.
Y es que, pese a no querer dejar de ser niños,
muchos somos padres. En España, la edad media de maternidad ha pasado de
los 28 años en 1981 a los 32 actuales. Y subiendo. Tuvimos hijos tarde porque nos dio la gana y ahora intentamos disimularlo sin éxito.
La puerta de la guardería es un quiero y no puedo de seres vestidos
como si fueran diez años menores, ratificando el argumento de Alejandro
García, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra: «Hace dos
décadas la experiencia estaba más valorada. Mantener el estilo juvenil a
los 40 se consideraba ridículo, pero ahora parecer joven ha adquirido
un valor cultural que no había tenido nunca antes».
El objetivo
del disfraz de padre guay es pasar inadvertido entre lo que imaginas que
será una manada de veinteañeros en plenitud, pero es tontería: la
mayoría son treintañeros tan ojerosos como tú. Sin embargo, cuando tu
hija de 18 meses te saca diez segundos de ventaja al levantarse del
suelo donde estáis jugando, sabes la verdad. Y tus paredes blancas,
llenas de pintadas, te lo recuerdan. Ahora te arrepientes (levemente) de
haber tardado tanto, pero que te quiten lo bailao. Ni siquiera los
hijos nos cambian demasiado. Nuestras aficiones y armarios nos delatan.
Y ya nadie lo discute. En 2008, la Universidad de Chicago editó On the frontier of Adulthood, un estudio en el que se afirmaba que en Norteamérica y Europa occidental la edad adulta ya no sucede a la adolescencia. Anunciaba que entre los 20 años y los primeros 30 aparecía una nueva etapa, la ya citada juventud tardía.
Entonces
el concepto fue discutido en el mundo académico, pero hoy resulta
evidente y en evolución imparable. Los 40 son los nuevos 30 y todo eso.
Al menos en nuestras mentes. Nuestros cuerpos, ya tal. Aunque intentemos
disimularlo con todas nuestras fuerzas.
Porque la ropa es un pilar del adultescente: 20 años vistiendo igual y sin visos de cambiar ahora. El traje y la corbata viven tiempos de crisis.
Si tu trabajo te lo permite (y cada vez hay más que lo hacen), vas a la
oficina como sales de copas. Mi armario es más amplio que hace 20 años,
pero no es más variado. La gran diferencia, aparte de las tallas
crecientes, es que antes me ponía las camisas arrugadas y ahora, cuando
la plancha me supera, compro cuatro o cinco de urgencia por internet
para aguantar una semana más negando la realidad. No estoy orgulloso,
pero la verdad nos hará libres. Y limpios.
La
moda va evolucionando y marcas como Levi's, Converse o Ray-Ban están
probando sin demasiado éxito nuevas fórmulas para enganchar a los
veinteañeros. No acaban de lograrlo, pero aún tienen tiempo: el que
nosotros les concedemos con nuestra fidelidad innegociable. Bajen a un
parque con columpios y observen a los padres: por cada zapato, 10 zapatillas; por cada falda de oficina o pantalón de pinzas, 10 vaqueros; por cada persona normal que asume que está anocheciendo, un par de bobos que seguimos con las gafas de sol puestas.
Y
no será lo único que les llame la atención en su inspección del mundo
toboganes. Miren esas sonrisas llenas de hierros. Las de los adultos,
digo. Hace 20 años, el 90% de las personas que llevaban aparatos de ortodoncia eran niños. Otra tendencia que hemos arrastrado al crecer.
«Actualmente, el porcentaje de adultos que se ponen brackets es similar
al de niños», cuenta Isabel Castaño, directora médica de la cadena de
clínicas Dentix. No nos desprendemos ni de lo que nos daba vergüenza en
el instituto.
Lo cierto es que nos hemos educado en pleno
bombardeo de cultura popular y nos la hemos llevado puesta, para
desesperación de puristas. Cuando Ruth Graham criticó en la revista
Slate el consumo de literatura juvenil por parte de adultos («Deberías
sentirte avergonzado si lo que estás leyendo fue escrito para niños»),
la respuesta en redes sociales fue fulminante: no nos digas lo que
tenemos que hacer.
Adultos sintiéndose de nuevo niños ante una
autoridad desfasada. Porque el éxito de sagas como Harry Potter o
Crepúsculo ha propiciado que el 28% de los consumidores mundiales de literatura juvenil tenga entre 30 y 44 años. ¿Y cuál es el problema? Harry Potter es divertido y no te impide leer a Franzen.
Jugamos a la consola, coleccionamos tebeos y podemos defender que Guardianes de la Galaxia es
la mejor peli de 2014. Como cualquier chaval de 16 años, pero con barba
para disimular la papada. Una de las cosas que nos desenmascara es la
música: mayoritariamente seguimos escuchando rock y nos creemos modernos
por ello cuando, para qué engañarnos, Wilco es para padres. ¿Por qué con la música no hay manera de disfrazarse de joven?
Porque no hay nada más ridículo que un cuarentón blanco de clase media
escuchando hip hop en el coche por la Castellana. Todo tiene un límite.
Así que nos ponemos Tame Impala y lo compensamos con una chupa de cuero
porque, eh, estamos hechos unos chavales.
Jeffrey Arnett, uno de
los principales referentes en el estudio de la transición a la edad
adulta, aseguraba este año que hay una clave para dar ese paso: «Asumir,
aceptar y estar satisfecho con tu realidad. Entender que el rango de
posibilidades no es infinito, tomar tus decisiones y vivir con ello».
Conformarte, en definitiva. Y para rematar el tópico, vinculaba esa
felicidad a encontrar pareja y comprometerte. Claramente, Arnett no
conoce a mis amigos. Y es que, como casi siempre, la respuesta está en
los bares.
Hace 20 años, cuando entraba alguien de treinta y
muchos en un garito de Malasaña (cambiar cada uno por su barrio de
referencia) se le miraba como a un zombi en un parque de bolas. Daba
mala imagen: «¿Qué pinta aquí? Qué vida más triste...». Hoy es el perfil
tipo: «La edad media en los bares cada vez es más alta:
en los 80 y 90, el público mayoritario era menor de 24 y ahora la media
ronda los 35», analiza Vicente Pizcueta, portavoz de la asociación de
locales de ocio de Noche Madrid. Y añade: «Los veinteañeros salen menos
que los de los 90. Hoy lo hacen de media dos noches al mes, mientras que
para nosotros lo normal era salir ocho. Para ellos ya no es tan vital
ir a los bares, ahora tienen Facebook para socializarse». Se confirma:
seguimos saliendo los mismos.
Y cuando no tienes canguro, bebes en casa.
Como era de esperar, las empresas de destilados no dejan pasar la
ocasión. «Hace 15 años nuestro marketing se enfocaba hacia los
veinteañeros, pero en la última década se ha dado un giro que nos ha
llevado al mercado más adulto y prémium», explica Paco Recuero, director
de marketing de Pernod Ricard. «La mayor diferencia se da en el consumo
de mujeres. En los 90, el consumo de espirituosos entre las mujeres de
35 a 50 años era muy escaso. Ahora ellas salen mucho más, en pareja o
con amigas». Y sentencia: «Se bebe menos, pero más caro».
Este vivir igual con más dinero ha provocado la gentrificación de casi todas las zonas de copas: se han ido haciendo pijas, modernas y caras en una evolución paralela a la de sus fieles,
que se convirtieron en residentes y pasaron del calimocho al vaso de
tubo y de ahí al gin-tonic con cardamomo. Donde antes se hacía botellón,
hay ahora terrazas de diez euros la consumición; el bar de viejos es
hoy una cafetería con mesitas de colores y cupcakes, y la antigua
mercería, una tienda de bicis de madera. Hemos adaptado el entorno a
nosotros.
«Las discotecas y bares se están reconvirtiendo para
captar un público de más edad, que somos los que hemos conservado el
hábito de salir todos los fines de semana», cuenta Pizcueta. «Pero antes
el espectáculo éramos nosotros, es decir, el centro de atención estaba
en la pista de baile... Y ya no estamos para soportar cuatro horas
bailando». Por eso, no es casualidad que en los locales haya cada vez
más taburetes y que las salas con escenario (conciertos, monólogos,
comedia, microteatro...) estén en auge. Queremos seguir siendo jóvenes,
pero ya no aguantamos sentarnos en el suelo.
En definitiva, de pie o sentado, el adultescente sale como si no hubiera mañana porque, a su edad, quizás no lo haya.
Discrepa con Arnett en que la pareja sea condición sine qua non para
ser feliz y, el que no la tiene, lleva su soltería con total dignidad
hasta las dos o las tres de la mañana. Luego ya... Como toda su vida,
vamos. Y una noche pilla, otra se queda en casa jugando a la consola, la
siguiente se va al cine a ver Los Vengadores (en versión original, eso
sí) y cualquier mañana lleva a sus hijos o a sus sobrinos a los guiñoles
del Retiro. Con camisa de cuadros, vaqueros, Converse y Los Planetas
como sintonía del móvil, por supuesto, pero con dignidad. Porque somos inmaduros, pero lo sabemos. Y nos gusta.
EL MUNDO, 29/11/2015
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