MARÍA CRUZ ESTADA
El principal problema que encontramos hoy en día en los niños y
adolescentes es que están muy mal educados. Yo comprendo que esto no es
lo que se espera que diga alguien que, como yo, ha pasado los últimos
treinta y seis años trabajando en su cura, pero lo cierto es que se
trata del problema más frecuente.
Actualmente, los padres y madres
tienen mucho miedo de educar o, mejor dicho, de sufrir las
consecuencias que tiene el hecho de educar. Hemos escuchado muchas veces
a padres que afirman carecer del valor de decir no a sus hijos -¡a
veces de ocho o nueve años!-, porque éstos los miran enfurruñados o
porque los amenazan o, lo que es tremendo, porque si les impiden algo,
no parecen felices. Y entonces, los niños y niñas, en lugar de crecer
como seres humanos, se crecen, lo cual no es lo mismo. Se crecen,
aumentan las peleas, las rabietas, y entonces, llega un profe del
colegio que sugiere que puede tener un trastorno. Y ahí ya la hemos
fastidiado, porque los padres acudirán con él o ella a un psicólogo
educado en una multiplicidad de técnicas de curar, a un psiquiatra joven
que sabe mucho de química y de trastornos, y entonces diagnosticarán
eso: un trastorno.
Evidentemente, hay otro tipo de problemas más
graves: psicosis infantiles, autismos, etc, pero esos problemas los ha
habido siempre y, por supuesto, hay que prestarles toda la atención del
mundo y medicarlos. Pero la cuestión hoy en día es que problemas
pasajeros que son propios de las vicisitudes del crecimiento, al ser
convertidos en trastornos, aumentan. De la misma manera que aumenta la
clientela de los laboratorios farmacéuticos que tendrán un filón
asegurado desde prácticamente el nacimiento hasta la tumba. Desde el
punto de vista económico, es impecable y ésta, y no otra, es la razón de
que en los últimos DSM haya crecido el número de trastornos posibles,
al mismo tiempo tiempo que crece la prescripción de medicamentos a los
niños y niñas desde bien pequeños.
Eso ocurre con la complicidad
de algunos profesores que, gracias a la medicación, tienen que hacer
menos esfuerzo para mantener tranquila a su clase. O de los padres que,
cuando lo que ocurre es que su pequeño o pequeña tiene un trastorno, ya no tienen que cuestionar nada de su vida familiar.
Pero nada de esto puede solucionarse sin tomar en consideración el tiempo. Sí, el tiempo que es necesario para que un niño se vaya haciendo mayor, el tiempo para pasar los padres tiempo con ellos charlando de las vidas de cada uno, el tiempo para escuchar a los niños y adolescentes que vienen a nuestras consultas, sin tener que hacer que sus palabras se ciñan al protocolo de preguntas que es obligado hacerles, y el tiempo que necesita una terapia psíquica para que pueda ser considerada como tal.
Pero nada de esto puede solucionarse sin tomar en consideración el tiempo. Sí, el tiempo que es necesario para que un niño se vaya haciendo mayor, el tiempo para pasar los padres tiempo con ellos charlando de las vidas de cada uno, el tiempo para escuchar a los niños y adolescentes que vienen a nuestras consultas, sin tener que hacer que sus palabras se ciñan al protocolo de preguntas que es obligado hacerles, y el tiempo que necesita una terapia psíquica para que pueda ser considerada como tal.
Que al paciente se le diga que hable de
todo lo que se le pase por la cabeza y se le dé tiempo para ello (como
ocurre en algunas consultas privadas y en algunas públicas), inaugura un
principio de algo diferente, donde sus síntomas ya no van a ser algo
extraño a su vida y a su devenir como sujeto, ya no van a ser el signo
de que son unos trastornados (que es lo que se dice de quien tiene
trastornos). No, los síntomas estarán engarzados con su historia, con su
historia personal, familiar y social, y se van a ir modificando y
desapareciendo a medida en que --y esto dependiendo de la edad del niño o
niña-- se vaya construyendo un armazón simbólico hasta entonces frágil,
o bien se vaya deconstruyendo su cotidianeidad, su vida familiar,
escolar y social.
Esta desaparición de los
síntomas a medida que se van cocinando en su propia salsa, a medida que
van hablando sobre las cosas que les suceden en la vida, no es lo mismo
que suprimir la angustia que viene acompañando a los síntomas a base de
medicación, sin intentar saber e intentar modificar lo que está pasando.
Desde luego que la medicación es a veces una gran ayuda, pero nunca
debería sustituir la palabra verdadera, esa con la que el niño va
contándonos su niño secreto, que tanto sabe del sufrimiento, o
esa que va sirviendo para apuntalar a un ser humano que es demasiado
frágil para soportar todos los tsunamis vitales.
Lo que se
considera progreso no siempre lo es: maestros y padres más tranquilos
teniendo que hacer menos esfuerzo para educar. Medicinas para el dolor
de vivir. Si no, piensen en aquel personaje de la literatura española
para niños de mitad del siglo XX que aparece en el libro Cuchifritín, el hermano de Celia y que fue lectura de tantos españoles. A nadie se le ocurría decir que ese niño tenía un Trastorno de hiperactividad con o sin déficit de atención, el famoso TDAH.
En esos tiempos, el niño era sólo un niño: revoltoso, movido, inquieto,
como se decía entonces, pero nunca un trastornado. Y nadie tenía miedo
de educarle, de decirle que no, de dejarlo castigado en su cuarto y
soportar su cara enfurruñada.
La disminución del tiempo para escuchar al niño se corresponde con el hecho de que el destino de los tratamientos psicológicos está cada vez más en manos de gestores y no de psiquiatras y psicólogos. Estos últimos, los facultativos clínicos, tienen cada vez peor formación en lo relativo al arte de escuchar, aunque cada vez conocen más técnicas psíquicas fáciles de aprender para alguien sin experiencia, técnicas que no dejan lugar a la escucha verdadera. Además, pierden su tiempo de trabajo en responder a las peticiones de evaluación e informes de los gestores de la salud cuyo poder es cada vez más abusivo. De este modo, el mundo de la empresa y sus valores, como la eficacia a corto plazo y la rentabilidad, priman sobre otras consideraciones. Eso es muy grave siempre que se trata de seres humanos pero, sobre todo, en edades en las que se está configurando lo que será un ser humano adulto digno de ese nombre.
La disminución del tiempo para escuchar al niño se corresponde con el hecho de que el destino de los tratamientos psicológicos está cada vez más en manos de gestores y no de psiquiatras y psicólogos. Estos últimos, los facultativos clínicos, tienen cada vez peor formación en lo relativo al arte de escuchar, aunque cada vez conocen más técnicas psíquicas fáciles de aprender para alguien sin experiencia, técnicas que no dejan lugar a la escucha verdadera. Además, pierden su tiempo de trabajo en responder a las peticiones de evaluación e informes de los gestores de la salud cuyo poder es cada vez más abusivo. De este modo, el mundo de la empresa y sus valores, como la eficacia a corto plazo y la rentabilidad, priman sobre otras consideraciones. Eso es muy grave siempre que se trata de seres humanos pero, sobre todo, en edades en las que se está configurando lo que será un ser humano adulto digno de ese nombre.
Seguir a María Cruz Estada en Twitter:
www.twitter.com/Mariacruzestada
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