HÉCTOR G. BARNÉS
No cabe duda, como señalaba José Antonio Marina en una reciente entrevista concedida a El Confidencial, que una de las claves del futuro de la educación se encuentra en nuestra capacidad de crear sistemas de medición justos y universales que nos ayuden a entender qué necesitamos mejorar y descubrir qué métodos funcionan. Actualmente, el informe PISA
es la herramienta a la que recurrimos de manera habitual para
cuantificar el rendimiento de los más pequeños. Sin embargo, es un modelo
muy criticado desde la academia puesto que no realiza un seguimiento de
la evolución de los estudiantes ni investiga sus conocimientos y
competencias en otras materias que no sean matemáticas, ciencia y
comprensión lectora.
Corremos el riesgo de cegarnos con
determinados datos, considerados como los únicos válidos, y dejar de
lado ciertas realidades difíciles de reflejar en un examen de este tipo.
Por eso, en un momento en el que las formas de evaluación se encuentran
en pleno debate, al igual que el papel que deben jugar las escuelas
concertadas en el panorama de la educación española, merece la pena
conocer el caso de las Success Academy neoyorquinas, uno de esos modelos de éxito (y no sólo por su nombre) que se ha erigido como la pauta a seguir en Estados Unidos.
Fundadas en 2006 por la concejal Eva Moskowitz, no hay ninguna
duda de que, según los criterios académicos aplicados en los exámenes
estandarizados, los logros de la cadena de colegios concertados que
cuenta con 11.000 estudiantes repartidos en 34 centros son innegables.
En el pasado año, el 93% de sus estudiantes alcanzó la máxima nota en matemáticas y
un 68% en comprensión lectora, frente a una media del 35% y del 30%
respectivamente en el resto de Nueva York. Unos logros aún más
llamativos si tenemos en cuenta que la mayor parte de sus estudiantes
son afroamericanos y latinos de los barrios más desfavorecidos.
La (polémica) clave del éxito
¿Cómo han conseguido alcanzar dichos objetivos? Para sus defensores, no hay ninguna duda que se debe a su durísima disciplina,
de tintes casi militares, y alta exigencia. Los estudiantes no sólo
tienen que acatar unas normas mucho más duras que las de sus compañeros
de las escuelas públicas, sino que también deben seguir a rajatabla
todas las órdenes o mantener la vista clavada en el profesor y las manos
siempre a la vista, algo que consideran que favorece la atención del
estudiante. Si se portan bien, estos reciben caramelos y premios; si no
lo hacen, deben hacer más deberes,
quedarse en el colegio o arriesgarse a ser expulsados. Los profesores
son un elemento esencial de la escuela, por lo que se les forma
continuamente y llegan a trabajar hasta 11 horas al día, lo que provocó
que en el curso 2013-2014 la tasa de reemplazo fuese del 50%.
Algunas historias cuentan cómo a algunos de los estudiantes no se les
ha permitido cambiarse después de orinarse encima. En la escuela del
Upper West Side se produjeron 44 expulsiones entre los alumnos de
guardería y primero en un único año, como desveló la PBS.
En el curso 2012-2013, el centro expulsó a entre un 4 y un 23% de sus
alumnos al menos una vez, frente a la media de 3% de los colegios
públicos. Muskowitz se defendió alegando que tienen “la responsabilidad
de asegurarnos de que todos nuestros estudiantes están a salvo y
aprenden, y lo conseguimos en parte a través de nuestros estándares de conducta”. Muchos padres han protestado ante la dura disciplina impuesta a sus hijos.
Un artículo publicado en 'The New York Times'
ha removido las aguas un poco más. Según este, el centro de Fort
Greente (Brooklyn) elabaró una lista de estudiantes que “debían
marcharse”, en la que colocaban a aquellos que, en muchos casos,
terminaron abandonando el colegio tras de ser expulsados una y otra vez.
Es el caso de la hija de Folake Ogundiran, a la que se amenazó
con llamar a la policía si no se portaba correctamente, y que terminó
abandonando el colegio al considerar que se le estaba tratando
injustamente. En el reportaje, muchos profesores señalaban que estas
eran estrategias para conseguir que los padres terminasen dándose por
vencidos y sacando a sus hijos del centro. Algo que muchos han
interpretado como que el verdadero secreto para conseguir tan buenas
notas se encuentra en librarse de los alumnos conflictivos.
La utilidad de la lista negra
La portavoz de la Success Academy, Ann Powell,
ha calificado el listado como un error y ha recordado que, en todo
caso, su intención era ayudar a los padres de los alumnos conflictivos a
buscar un centro que se adaptase mejor a sus necesidades. El director
de la escuela, Candido Brown, manifestó que “puede ser que para muchos de ellos, Success no sea el mejor lugar. Algunos necesitan un entorno alternativo con
servicios muy especializados. Y algunos padres no están de acuerdo con
nuestra filosofía”. Muchos de los consultados en el reportaje de 'The
New York Times' afirman que, independientemente de la lista, ya habían
tenido la sensación de que la escuela estaba intentando que sus hijos,
que habían sido seleccionados a través de una lotería, abandonasen el
centro.
La gran pregunta es la que surge cada vez que se habla de la
evaluación de las instituciones educativas, semejante a la del huevo y
la gallina: ¿tiene éxito académico un centro porque sus métodos y
profesores son los idóneos, o lo hace porque cuenta con los mejores
alumnos? Al invitar a irse a los estudiantes conflictivos, ¿no está la
Success Academy garantizando que sólo los más aplicados y respetuosos pasen
por sus aulas, lo que al mismo tiempo genera un clima estudiantil mucho
más amable, lejos de la conflictividad de la escuela pública que está
obligada a aceptar a todos sus candidatos?
Como recuerda Libby Nelson en un artículo publicado en 'Vox',
no se puede afirmar que el éxito de las escuelas sea producto directo
de su política de expulsiones (el abandono de un puñado de alumnos no
puede marcar una diferencia tan significativa), pero también, que hay
diferentes factores que inclinan la balanza a favor de estos colegios:
por ejemplo, en la lotería sólo participan los hijos de aquellos más
preocupados por meterlos en un centro de alta calidad; aceptan menos
estudiantes con discapacidades; y cuando un estudiante deja el colegio,
no aceptan otros nuevos, lo que contribuye a no entorpecer el ritmo de
la clase. Algunos de estos reproches les sonarán a aquellos que denuncian los favoritismos de los colegios concertados españoles respecto a los públicos o los privados
Esta historia tiene también una moraleja política. Si tanto sea ha
criticado la Success Academy se debe seguramente a una división en el
seno del partido demócrata sobre su posición frente a la escuela
concertada. Mientras que el alcalde demócrata Bill de Blasio es un firme detractor de
las mismas, y en especial, de la medida que las permite compartir los
mismos edificios con las públicas (lo que genera gran cantidad de
conflictos por el aprovechamiento de los recursos), Muskowitz es la
principal defensora de los colegios concertados y una adversaria
política dentro de su partido. De Blasio intentó detener, sin éxito, el
crecimiento de la Success Academy, que planea duplicar el número de sus
centros para dentro de cinco años.
Una vez más, la discusión
académica toma un cariz ideológico y político, algo que muy bien
conocemos en España, y que nos dificulta poder responder las grandes
preguntas: ¿fabrican los colegios los grandes alumnos o son los buenos
estudiantes los que crean las mejores escuelas? ¿Debemos entender el éxito educativo únicamente como la obtención de las mejores notas
en un examen estandarizado? ¿Qué precio hay que pagar por obtener
buenas calificaciones? ¿Para quién trabaja realmente un colegio, para
sus alumnos, para sus examinadores o para la sociedad en su conjunto?
¿Existe una manera posible de equilibrar colegios privados, concertados y
públicos sin perjudicar a ningún estudiante?
EL CONFIDENCIAL, 12/11/2015
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