JODY THOMPSON
Editora de blogs, 'HuffPost Reino Unido
Tengo cinco años. Me han traído hasta el cementerio riéndose mientras
me amenazan con que me ocurrirá algo horrible a mí y a mi familia si no
hago lo que me piden. Me han dicho que orine en una tumba. Estoy muerta
de miedo.
No soy capaz de entender lo que está pasando
exactamente, pero sé que me ocurrirá algo terrible si no obedezco las
órdenes de estos chicos mayores, más grandes y más fuertes que yo. Me
bajo los pantalones e intento hacer pis. No lo consigo porque el miedo
me paraliza. Los chicos se ríen y me abuchean. Sigo intentándolo y, por
fin, un chorrito decide mi destino. Voy a ir al infierno porque he
profanado una tumba -yo, esa niña metodista que temía a Dios- y porque
ahora estos matones me tienen a su disposición. No puedo ganar.
Otro
día, me obligan a subir a un árbol que está en el parque que hay detrás
de mi casa, al lado del cementerio. Me empujan para que suba más, pero
yo soy pequeña, gordita y estoy paralizada por el miedo. El tronco está
hueco porque está enfermo. Me alegro de tener un sitio en el que
esconderme y sentirme protegida de esos chicos. Enseguida se aburren y
se van a sus casas. En cuanto dejo de oír sus voces y creo que estoy a
salvo, me doy cuenta de que no puedo bajar. Me hago pis encima. Más
tarde, mis padres vienen a buscarme al parque llamándome. Me encuentran y
me rescatan.
Otra vez, estoy dando una vuelta con mi querida
bicicleta roja con ruedines por el camino del parque. Poco después, los
matones empotran mi bicicleta en el hueco del tronco del olmo del que no
me podía bajar, torciéndole las ruedas. Mi querida bici.
Vuelvo a
estar en el parque. Los matones también están y este incidente resulta
casi cómico. Me dicen que me van a enseñar una palabra secreta y mágica
que significa que alguien es muy guapo. Después de muchas explicaciones,
me convencen (incluso entonces me encantaba aprender cosas nuevas, me
encantaban las palabras y la comunicación). Me acerco a una atractiva e
inocente madre que está sentada en un banco del parque viendo cómo su
hijo se divierte en los columpios. Voy con sigilo, preocupación y
timidez. Los chicos sonríen con superioridad. "¡Es usted muy
gilipollas!", sonrío.
Me gustaría haberlo contado. Me gustaría
habérselo dicho a mis padres, a mis profesores del colegio, a mis
catequistas, ¡a cualquiera! Pero creí a los matones. Creí que a mis
padres les pasaría algo horrible si yo decía algo. El modus operandi de
las personas que hacen bullying consiste en aislar y humillar a
la víctima para que se sienta indefensa e impotente: ese es el
principal alarde de autoridad de un cobarde. Pero en ningún momento se
hablaba de acoso escolar, y menos en el colegio. Se consideraba parte de
la vida y los profesores creían que se solucionaba simplemente
separando a los niños en el patio.
Crecí en las décadas de los
setenta y los ochenta y sufrí acoso por muchas más razones: por estar
gorda, por llevar gafas, por ser una empollona, por encantarme los
caballos y tener que ir a clases de equitación con ponis cuando todas
las niñas ricas y pijas tenían su propio poni.
Recuerdo que reuní
el valor de decírselo a uno de mis tíos y él me aconsejó que le diera un
puñetazo al responsable. Y todavía no he pegado a nadie. Ojalá hubiera
tenido a alguien en quien confiar, una manera fácil de decírselo a mis
profesores. Aparte del amor de mi familia y mis amigos, nadie me dijo
que existiera ningún tipo de ayuda, ni mucho menos profesionales con los
que hablar. Eso no puede ser sano.
Esta historia no es única, no es el peor caso de acoso escolar que has leído y no va a ser el último.
¿Qué
implica haber pasado por algo así? Sigo luchando con mi inseguridad y
con mis problemas de autoestima. A veces me siento como esa niña sin
hermanos, gordita, con gafas y presa de los matones. He recibido muchas
sesiones de terapia a lo largo de los años y me sigue resultando difícil
desentrañar hasta qué punto afectó a mi desarrollo y hasta qué punto
afecta a mi salud mental ahora, pero está claro que ha impactado más de
lo que debería.
Como dijo Aristóteles: "Dame a un niño hasta que cumpla siete años y te diré en qué hombre se convertirá".
Eso
también es aplicable a las mujeres. Ojalá alguien me hubiera ayudado a
darme cuenta de que sufrir acoso escolar no tendría por qué haber
influido en cómo soy ahora. Espero que llegue el día en que los niños
reciban esa ayuda.
Este post fue publicado originalmente en la edición británica de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros
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