ANA DEL BARRIO
Les he visto bajar solos a los parques de las urbanizaciones del extrarradio desde que tenían 3 años. Están acostumbrados a buscarse la vida. A campar a sus anchas. A que nadie les supervise ni les ponga límites.
He observado cómo algunos de ellos se iban convirtiendo en los líderes de la pandilla,
cómo imponían normas y juegos, cómo se enfadaban en cuanto alguien les
llevaba la contraria. De la noche a la mañana, se transforman en adultos
prematuros, en viejos resabiados con sólo cinco o 10 años, que dejan
atrás todo rastro de inocencia.
Poco a poco, empiezan a apartar al diferente,
a no dejarle participar, a insultarle, a ordenar a sus amigos que no
jueguen con él. Tal vez no se dan cuenta ni lo hacen de manera
consciente, pero se acaban transfigurando en pequeños matones.
Sus padres no sólo no les reprueban sino que jalean sus comportamientos. Les inyectan el veneno de la competitividad. Les he visto abroncar a sus hijos por no golpear al contrario, por no ser el 'macho alfa':
"¡Pégale, pégale, no seas cobarde!". Progenitores que se muestran
orgullosos del liderazgo de sus críos. Por supuesto, no hay nada malo en
ello si se ejerce de manera positiva. Pero, ¿qué pasa con el líder
negativo, el que pisotea a los demás?
No es fácil descubrir a estos pequeños dictadores/as.
Son listos como coyotes, rápidos como guepardos y silenciosos como
gacelas. Nunca harán nada en presencia de los adultos y, si en
ocasiones, interviene alguno, darán la vuelta a la tortilla para que el
niño acosado quede siempre como el culpable.
Todo se hace de
manera sutil, sin aspavientos. La madre, el padre o la profesora pueden
estar sentados a escasos metros en el banco, sin darse cuenta de lo que está sucediendo.
Antes, cualquier adulto estaba autorizado a regañar (o incluso a dar un capón) a un menor si veía que se desmadraba o hacía algo inapropiado. "Para educar a un niño hace falta toda la tribu", dice el profesor José Antonio Marina utilizando un proverbio africano.
Ahora ya no. Que no se te ocurra llamar la atención a un crío si no es tuyo,
pese a que esté a punto de estrellar una botella de cristal contra una
pared o bajando los pantalones a otro menor. Los progenitores te
increparán como fieras enjauladas y darán la razón a su hijo. Si te
descuidas, te llevarán ante el Defensor del Menor, aunque, a este paso,
habrá que nombrar también a un Defensor del Mayor que proteja a padres
indefensos.
Luego, cuando nos enteramos de los suicidios de Diego, Carla, Jokin o Aránzazu por presuntos casos de bullying,
todos sentimos escalofríos y nos llevamos las manos a la cabeza. No
entendemos cómo ha podido suceder sin que nadie se diese cuenta ni
detectase las señales de alerta.
Y me pregunto si no somos todos culpables por fomentar la competitividad entre los niños,
por encumbrar siempre al líder, por marginar al débil, por no entender
al diferente, por reírnos del sensible, por no atrevernos a llevar la
contraria a la manada, por ser demasiado tolerantes con el matón, por no
saber decir basta. Y me pregunto por esos padres que exculpan las
conductas de sus retoños, por muy inadmisibles que sean.
Por todos
estos motivos, debemos estar vigilantes con nuestros hijos, no sólo por
si se convierten en las víctimas, sino por si son los acosadores.
EL MUNDO, Martes 9 de febrero de 2016
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